Fuego

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El rey Aurelio no podía dar crédito a lo que veía. No solo el rey del norte había llegado a su castillo, sino también los reyes del sur y del oeste. Tres familias enemigas reunidas por el nacimiento de su hija. El rey había esperado mantener la vida de Amara lo más discreta posible, pero ahora su palacio se llenaba de dignatarios de reinos cercanos y lejanos. Con determinación, Aurelio salió a recibir a los otros reyes en las puertas del castillo, flanqueado por sus tropas, listo para enfrentar cualquier sorpresa que pudieran depararle sus invitados inesperados.

Al salir y encontrarse con los monarcas, los saludos cordiales no pasaron desapercibidos. El rey del norte ofreció regalos en honor a la visita inesperada, entregándole al rey Aurelio tres hermosas concubinas, hijas bastardas del rey.

Mientras tanto, el rey del sur llevó regalos para los recién nacidos, incluyendo una mujer experta en tejer el destino, asegurando así que los príncipes crecieran fuertes y exitosos.

El rey del oeste, siempre excéntrico, llegó con sirvientes, oro y plata para los príncipes, mostrando su generosidad con fastuosidad.

Aceptando los regalos y las felicitaciones, Aurelio condujo a sus invitados al gran salón, donde ordenó a sus sirvientes preparar el mejor banquete y servir el vino más exquisito del reino. Sin embargo, insatisfecho con el mero intercambio de cortesías, el rey mandó preparar a sus hijos para ser presentados a sus distinguidos invitados. Tomando la iniciativa, Aurelio buscó dirigir la conversación.

—Rey Aurelio, agradecemos que nos reciba en su casa. Venimos a conocer a la nacida en su palacio —comenzó el rey del sur, haciendo claras sus intenciones desde el inicio, deseando casar a uno de sus hijos con la princesa Amara.

—Rey Aurelio, trajimos regalos para los recién nacidos y a los sacerdotes más venerados de nuestro reino para que los bendigan —interrumpió el rey del oeste, ocultando sus verdaderas intenciones detrás de ofrendas y bendiciones.

Escuchando las intenciones de sus visitantes, Aurelio miró con curiosidad al rey del norte.

—¿Qué busca usted, rey del norte? Ya conoció a mi hija, ya tenemos un acuerdo. ¿Acaso no confía en mi palabra? —preguntó Aurelio, llevando la copa de vino a sus labios, buscando respuestas.

—Confío en su palabra, soberano, pero quiero ofrecerle algo más. Sé que hay un tercer hijo, hijo de una concubina, y deseo que sea el esposo de mi hermana, la princesa Aleida.

La tensión se apoderó de Aurelio. ¿Cómo podía saber de esa información? ¿Acaso tenía espías en su palacio? Las dudas crecían en la mente del rey, consciente ahora de que en su palacio habitaban traidores.

—El hijo de la concubina murió; la información que posee es falsa. Pero tengo un hijo de doce años, en edad de casarse. Puede usted traer a su hermana y efectuar el matrimonio, pero si le entrego a mi hijo mayor, el primogénito queda exento del matrimonio con la hija que su segunda esposa lleva en el vientre.

El rey del norte no estaba satisfecho; quería que sus hijos fueran parte de la familia principal. Los otros dos reyes vieron su oportunidad.

—Si su hijo y futuro rey ya no tiene compromiso, mi esposa, la reina, está embarazada. Como sabe, es mejor casar a su hijo con una niña nacida de sangre real, no con la hija de una segunda esposa. Le propongo, soberano, que el heredero al trono se case con la niña en el vientre de mi esposa, la reina —propuso el rey del oeste, sonriendo con altivez, sabiendo que ninguno de los otros tenía hijos legítimos con sus reinas. Pero no esperaba que Aurelio rechazara la oferta, afirmando que no habría acuerdo hasta comprobar que el hijo en el vientre de la reina del norte era una niña.

—Ya que el rey Aurelio no acepta la oferta del rey del oeste, le propongo, soberano, que su hija sea la esposa de mi hijo, el príncipe Alfred. Solicito así la unión de nuestras tierras —intervino el rey del sur.

Sin embargo, Aurelio rechazó la propuesta, afirmando que la princesa ya estaba comprometida, y pidió "amablemente" que los reyes se retiraran del castillo. Mostrando a sus hijos, ordenó que anunciaran al mundo que estaban de fiesta por el nacimiento de los príncipes. No obstante, el rey olvidaba que el castillo albergaba leyes escritas mucho antes de su propio nacimiento. La costumbre dictaba que solo los hijos de la reina podían casarse con quien ellos desearan, pero la norma ocultaba un antiguo decreto de la reina Nuarlet: "Toda reina o princesa insatisfecha con su unión tiene el derecho de liberarse de ella si demuestra que su marido no es digno de portar el legado del palacio". Esta regla, escrita en las sombras del antiguo reinado, había surgido cuando una niña fue casada con un carnicero horrible y expulsada del palacio al alcanzar la madurez.

Los años transcurrían con lentitud para el rey Aurelio. En el tercer cumpleaños de Amara, Nerón, y Conall, su existencia le pesaba como nunca. Afortunadamente para el rey, Conall crecía fuerte y sano lejos del castillo, preparado para casarse con su propia hermana, llevando sobre sus hombros la pesada carga de un destino impuesto a tan tierna edad.

Mientras tanto, dentro del castillo, Amara y su hermano gemelo enfrentaban su primer desafío: una disputa por un simple juguete. Sin embargo, en un destello de determinación, Amara se alzó victoriosa, mordiendo a su hermano.

Mientras los niños peleaban por algo tan trivial, el rey libraba una lucha interna de mayor magnitud, esforzándose por contener sus impulsos de eliminar al rey del norte antes de que descubriera su secreto.

El nacimiento de Amara y Nerón no era más que el preludio de un infierno viviente para el rey Aurelio, quien creía que, ocultando a Amara, podía esconder el hecho de que ella era la verdadera heredera. Sin embargo, los dioses parecían haber escuchado sus temores, y el destino, una vez escrito, comenzaba a cumplirse.

La reina despertó.

Joven reina AmaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora