Los príncipes

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Había pasado un mes desde la celebración del decimosexto cumpleaños de Amara, un mes desde que las luces del palacio habían brillado por última vez en honor a la reina. Ahora, el silencio reinaba en los pasillos del castillo, interrumpido solo por los susurros de intriga y el viento frío que traía consigo noticias sombrías.

Amara no había recibido noticia alguna de Isadora desde aquella noche. Su corazón estaba inquieto, cada día era una tortura de incertidumbre y temor. ¿Había llegado Isadora a salvo a su destino? ¿Estaba el hijo de Nerón a salvo? Estas preguntas la asaltaban constantemente, impidiéndole encontrar descanso. Con todo, Amara mantenía su porte regio, ocultando su ansiedad bajo la máscara de la reina que todos esperaban ver.

Una noche, mientras caminaba por los jardines del palacio, una figura oscura apareció ante ella. Era la sirvienta que había acompañado a Isadora. Amara la miró con ojos esperanzados, su corazón latía con fuerza mientras esperaba las noticias.

—Mi reina, Isadora ha dado a luz —dijo la sirvienta, con voz temblorosa— Un niño sano al que ella ha llamado Egan.

El alivio inundó a Amara. Sus rodillas casi cedieron bajo el peso de la emoción, pero se sostuvo, asintiendo lentamente mientras las lágrimas llenaban sus ojos.

—Gracias, dioses... —susurró, mientras tomaba las manos de la sirvienta— ¿Y cómo está Isadora?

—Está bien, mi señora. Cansada, pero fuerte. Egan es un niño robusto y está en buenas manos.

Amara cerró los ojos, permitiéndose un momento de paz, sabiendo que su cuñada y su sobrino estaban a salvo. Pero esa paz fue efímera. Al regresar al palacio, una nueva preocupación se cernía sobre ella: la inminente llegada del hijo de Conall con la princesa del sur. Sabía que este niño sería su próximo desafío, uno que pondría a prueba no solo su fortaleza como reina, sino también su humanidad.

El Nacimiento de Egan

Mientras Isadora viajaba por el oscuro y frondoso bosque, sus pensamientos fluctuaban entre la angustia y la esperanza. La sirvienta que la acompañaba se mantenía a su lado, sosteniéndola cada vez que una contracción la sacudía. Afuera, el viento susurraba entre los árboles, y las estrellas, que brillaban con una intensidad poco usual, parecían estar observando de cerca el destino de la joven madre.

Finalmente, el carruaje llegó a una cabaña aislada, escondida en lo profundo del bosque. Las llamas de una hoguera crepitaban en la chimenea, ofreciendo una bienvenida cálida y reconfortante. La sirvienta ayudó a Isadora a salir del carruaje y la condujo al interior, donde una partera ya las esperaba, preparada para traer al mundo al hijo de Nerón.

Las contracciones se intensificaron rápidamente, y Isadora, a pesar del dolor, mantenía una serenidad firme. Mientras apretaba la mano de la sirvienta, sintió una brisa suave que acariciaba su frente, como si el propio Júpiter, dios del viento, la estuviera alentando.

—Respira, mi señora. Todo irá bien —repetía la sirvienta con suavidad.

Con un último empujón, Isadora dio a luz a un niño fuerte y saludable. El primer llanto de Egan resonó en la pequeña cabaña, llenándola de una alegría inmensa. En ese momento, el viento de Júpiter sopló con más fuerza, como una bendición, mientras las llamas invisibles de Diana, diosa del fuego, iluminaban la habitación con una calidez protectora.

—Su nombre es Egan —susurró Isadora, mirando a su hijo con lágrimas de felicidad—. Eres el legado de tu padre, mi pequeño. Egan, tu nombre significa "pequeño y ardiente", llevaras en tu nombre la fuerza del fuego que encendía el corazón de tu padre.

El aire en la cabaña se llenó de una paz reconfortante, y aunque el futuro era incierto, Isadora sintió que, en ese momento, nada más importaba. Su hijo estaba a salvo, y con él, el futuro de Nesuria.

El Nacimiento de Damián

En contraste, el nacimiento del hijo de Conall fue un evento sombrío, marcado por presagios y señales ominosas. La princesa del sur, encerrada en una fría habitación del palacio, gritaba en medio de su dolor, pero no había nadie para consolarla. Las antorchas en las paredes parpadeaban violentamente, y el aire era pesado, como si los propios dioses se negaran a aceptar lo que estaba ocurriendo.

Conall entró en la habitación, su rostro impasible, observando sin emoción a la princesa que luchaba por traer al mundo a su hijo. No hubo susurros de aliento, ni bendiciones de los dioses. Todo lo que rodeaba el nacimiento de este niño era frío y hostil.

Cuando finalmente el niño nació, Conall lo tomó en sus brazos con una sonrisa de satisfacción. No obstante, el ambiente seguía cargado de un presagio oscuro. Las cortinas se agitaban con furia, impulsadas por un viento gélido que no traía consigo más que el descontento de los dioses. La llama de Diana ardía intensamente, casi con furia, mientras el viento de Júpiter soplaba en señal de protesta.

—Guardias —ordenó Conall con voz dura—, desháganse de la princesa. Ya no la necesito ahora que me ha dado un hijo.

Sin más, los guardias se llevaron a la princesa, cuyo destino quedó sellado por la crueldad del consorte. Con el recién nacido en brazos, Conall se dirigió al Salón de los Dioses, exigiendo que el niño fuera nombrado de acuerdo con la tradición sagrada.

El Salón de los Dioses

Amara, aún conmocionada por las noticias del nacimiento de Egan, fue arrastrada al Salón de los Dioses por Conall. El aire estaba cargado de tensión, y las llamas de las antorchas parecían resistirse a iluminar el camino. Cuando llegaron al salón, los sacerdotes y sacerdotisas los esperaban, pero la atmósfera era tan densa que el simple acto de respirar se volvía difícil.

Conall, con una mueca de desdén, tendió al bebé a Amara.

—Aquí tienes a tu hijo —dijo con frialdad— Llévalo al Salón de los Dioses para que sea nombrado.

Amara lo miró con desprecio, su voz temblando de furia contenida.

—Sabes que no es mío —replicó— Él no tiene derecho a ser nombrado por los dioses.

Conall la sujetó con fuerza, obligándola a arrodillarse ante el altar. Las llamas de Diana seguían ardiendo con intensidad, y el viento de Júpiter soplaba, negándose a aceptar al niño. Amara, desesperada, alzó la voz, suplicando a los dioses.

—Por favor, denle un nombre —rogó con lágrimas en los ojos— Yo me encargaré de educarlo.

El silencio se hizo en el salón. Las llamas y el viento se apaciguaron lentamente, y una suave luz dorada, emanando de Venus, la diosa del amor y la belleza, llenó la sala. En el aire, el nombre de Damián apareció, como una sentencia. "domador" o "aquel que doma", como una oscura predestinación del poder que este niño podría ejercer en el futuro.

Amara miró al niño, ahora llamado Damián, con una mezcla de compasión y determinación. Sabía que este niño, aunque no fuera suyo, estaba en sus manos, y se prometió que, pese a las sombras que lo rodeaban, haría todo lo posible para guiarlo hacia la luz.

Joven reina AmaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora