El enojo de los dioses

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El reino de Nesuria, que alguna vez floreció, se estaba desmoronando. Desde la muerte del rey y la llegada al poder de Conall, el reino había comenzado a hundirse en la miseria. Las cosechas, antaño abundantes, ahora se marchitaban en los campos. Los mercados, que solían estar llenos de vida y comercio, estaban desiertos. En las calles, los ciudadanos, desesperados y hambrientos, se peleaban por los pocos restos de comida que quedaban. La desesperanza se había instalado en los corazones del pueblo, y la oscuridad parecía cernirse sobre Nesuria como una plaga imparable.

Desde su ventana en la torre más alta del palacio, Amara observaba con creciente angustia cómo su pueblo se sumía en la ruina. Sabía que algo debía hacerse, pero cada intento de persuadir a Conall de que tomara medidas había sido en vano. Con cada día que pasaba, el consorte parecía más absorto en sus propios deseos, ignorando deliberadamente el sufrimiento que se extendía más allá de los muros del palacio.

Finalmente, una noche, Amara confrontó a Conall en su salón privado. Las antorchas arrojaban sombras temblorosas en las paredes mientras el viento soplaba afuera, agitando las cortinas pesadamente, como si los propios dioses estuvieran atentos a lo que sucedía dentro.

—Conall, no podemos seguir así —comenzó Amara, su voz llena de una mezcla de desesperación y resolución—. Nuestro pueblo está muriendo de hambre. Las cosechas están fallando, y la gente se está rebelando. Debemos hacer algo antes de que todo se pierda.

Conall, que estaba sentado en una silla de respaldo alto, apenas levantó la vista de la copa de vino que sostenía. Su expresión era fría, casi indiferente.

—¿Y qué propones que haga, Amara? —preguntó con desdén—. ¿Debería bajar a las calles y repartir pan con mis propias manos? ¿O tal vez deberíamos sacrificar a un dios para que nos envíe una cosecha milagrosa?

La burla en sus palabras encendió una chispa de furia en Amara, que se adelantó un paso, su voz temblando de indignación.

—¡No es momento para burlas, Conall! Este reino está en nuestras manos, y si no hacemos algo, pronto no habrá nada que gobernar. ¡Ya no podemos ignorar lo que está pasando!

El desprecio en el rostro de Conall se tornó en ira. Se levantó de su silla de un salto, derramando el vino en el proceso.

—¿Ignorar? —espetó, acercándose a Amara—. No eres más que una mujer asustada que no entiende cómo funciona el poder. Yo soy el rey ahora, y no necesito tus sermones ni tus preocupaciones inútiles.

Amara sintió una punzada de miedo ante la ira de Conall, pero no se echó atrás. Esta vez, estaba decidida a no ceder.

—No eres el rey, Conall. Solo eres un consorte, y este reino no te pertenece. ¡Pertenecía a mi hermano, y él nunca habría permitido que Nesuria cayera en la miseria!

Esas palabras fueron la gota que colmó el vaso. Conall, en un arrebato de furia ciega, levantó la mano y golpeó a Amara en el rostro. El golpe fue tan fuerte que Amara cayó al suelo, aturdida por el dolor y la sorpresa. La habitación pareció congelarse en el tiempo por un instante, y todo el aire que la rodeaba se volvió pesado, opresivo.

Pero lo que Conall no sabía era que aquel acto de violencia desataría la ira de los dioses. En los cielos, Diana, la diosa del fuego, observó con ojos llameantes cómo la sangre de Amara se mezclaba con las lágrimas que corrían por su rostro. La diosa, que ya había visto suficiente, decidió que Conall debía pagar por su arrogancia, y esta vez, su castigo sería definitivo.

En el instante en que Conall se apartó de Amara, el aire en la habitación cambió. Las llamas de las antorchas comenzaron a arder con una intensidad feroz, y el calor se hizo insoportable. Conall apenas tuvo tiempo de darse cuenta de lo que estaba sucediendo antes de que las llamas comenzaran a brotar de las paredes, envolviendo la habitación en un infierno viviente. El fuego rugía con la furia de una bestia desatada, y Conall, presa del pánico, intentó huir. Pero no había escapatoria.

Diana había decidido su destino.

Las llamas lo alcanzaron antes de que pudiera llegar a la puerta, envolviéndolo en un torbellino de fuego y destrucción. El grito que salió de la garganta de Conall fue uno de terror puro, un sonido desgarrador que reverberó por todo el palacio. Pero ningún mortal acudió en su ayuda. No había redención para él.

Mientras Conall era consumido por las llamas, Amara, aún en el suelo, sintió el calor abrasador acercándose. Con todas sus fuerzas, se levantó tambaleante y corrió hacia la cuna de Damián, que se encontraba en la habitación contigua. El fuego se extendía rápidamente, y Amara supo que no tenía mucho tiempo. Con el corazón latiendo con fuerza, tomó al niño en sus brazos y lo apretó contra su pecho, cubriéndolo con su propio cuerpo.

En ese momento, al sentir la furia implacable de las llamas acercarse más, Amara levantó la mirada al cielo, sus ojos llenos de lágrimas y súplica.

—Diana, diosa poderosa, te imploro —susurró con fervor—, así como me has protegido a mí, protege a este niño. No lo lastimes. Que tu fuego, que ha purificado este reino, no toque su alma inocente. ¡Por favor, Diana, no lo hagas sufrir!

El fuego, que había mostrado una furia implacable, pareció vacilar al acercarse a Amara y al bebé. Diana, aunque estaba decidida a purgar el mal de Nesuria, no podía ignorar el sacrificio y la valentía de Amara. Las llamas se retiraron lentamente, como si reconocieran la pureza del amor que Amara sentía por Damián.

Finalmente, las llamas comenzaron a apagarse, dejando solo cenizas y el olor acre de la destrucción. El cuerpo carbonizado de Conall yacía en el suelo, irreconocible. Pero Amara, con el niño a salvo en sus brazos, se había ganado la misericordia de los dioses.

Cuando el último resplandor de las llamas se extinguió, Amara cayó de rodillas, agotada. Damián, ajeno a todo lo que había sucedido, seguía durmiendo plácidamente en sus brazos. Amara lo miró con ojos llenos de lágrimas, su cuerpo temblando por la tensión y el miedo.

Sabía que había sobrevivido, pero el precio había sido alto. Conall, el hombre que una vez había sido su consorte, estaba muerto, y aunque había sido un tirano, su ausencia dejaría un vacío en el reino. Pero más que eso, Amara sentía el peso de lo que vendría. Los dioses habían perdonado a Damián, pero el reino seguía cayendo en la oscuridad, y Amara se daba cuenta de que su lucha estaba lejos de terminar.

Con el bebé en sus brazos, Amara se levantó con dificultad y se dirigió a su lecho. Decidió que Damián no sería dejado solo. Desde ese día, Amara lo cuidaría personalmente, asegurándose de que estuviera protegido y amado. Dispuso que la mejor nodriza del reino estuviera a su disposición, pero Damián dormiría en sus aposentos, bajo su mirada atenta y maternal.

Sin embargo, mientras Amara acunaba al niño y lo veía dormirse, no pudo evitar mirar por la ventana hacia la ciudad. Las calles estaban en silencio, pero no de la manera reconfortante que solían estar. El silencio era pesado, lleno de desespero y hambre. Amara sabía que su pueblo estaba sufriendo, y la imagen de los ciudadanos peleando por comida atormentaba su mente.

El reino de Nesuria se estaba desmoronando, y aunque Amara había ganado una batalla, la guerra por la supervivencia de su reino y de Damián apenas comenzaba.

Joven reina AmaraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora