Capítulo Siete

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El dolor de cabeza me atacó mucho antes de abrir los ojos, era tan fuerte que me obligaba mantenerlos cerrados. Me moví y me estiré gimiendo sobre la cama. Hice un esfuerzo por abrir los párpados y la luz del día me cegó dolorosamente por largos segundos. Cuando logré soportar la claridad me quedé viendo la habitación donde estaba. No era la mía. Me senté de golpe en el colchón y las sienes me latieron con fuerza, hice una mueca de dolor y las apreté con los dedos tratando de apaciguarlas.

Las paredes eran blancas, y había un pequeño ropero de madera en un rincón, las cortinas de la ventana eran claras y por eso el sol se filtraba fácilmente por ellas. La puerta estaba cerrada y se escuchaba música en algún lugar de la casa.

Me quité las sábanas y me puse de pie, me tambaleé un poco pero nada alarmante. ¿Cuánto había tomado anoche? Abrí la puerta despacio asomando primero mi cabeza. Sentí olor a comida al instante, ¿guiso? Podía ser. Descalza caminé por el pasillo angosto y llegué a un pequeño comedor donde había una mesa cuadrada pequeña, dos sillas y una heladera.

El olor a salsa de tomate me impregnaba las fosas nasales y, aunque era delicioso, mi estómago estaba demasiado revuelto como para pensar en comida. Me quedé parada allí, con miedo a avanzar hacia la puerta de la cocina. Sabía quién estaba dentro.

Imágenes de la noche anterior vinieron hacia mí cómo olas violentas de un mar revuelto. Iban y venían poniéndome aún más nerviosa. Pensar en Nicolás intentando violarme me traía escalofríos desagradables por todo el cuerpo, los dientes me tiritaron. Me sentí sucia en todas las partes de mi cuerpo.

En el equipo que estaba sobre un escritorio pegado a la pared sonaba AC/DC. Estaba tan alto que el dolor en las sienes me aumentó considerablemente, corrí a bajar el volumen. Una cabeza asomó desde la puerta de la cocina.

Gio.

Me quedé de piedra donde estaba, mirándolo. Él no sonreía, pero tampoco estaba serio, sus ojos reían como casi siempre. Y si no reían no sé qué podría significar ese brillo relampagueante que aparecía en ellos cada vez que nos encontrábamos. Se veía más que hermoso frente a mis ojos, con un vaquero desgastado y roto en la rodilla, una camiseta de algodón blanco y zapatillas deportivas. Tenía en las manos un repasador de cocina.

—Hola—me saludó saliendo a mi encuentro, sus pasos pausados y lentos hacia mí.

Cuando estuvimos a pocos centímetros, frente a frente, sonrío apenas.

—Hola—mi voz salió débil y rasposa.

— ¿Cómo te sentís?—me preguntó, su cabeza gacha adecuándose a mi estatura.

Era muy grande, se cernía sobre mí como un león observando a su presa, me intimidaba y a la vez me atraía como nadie lo había hecho jamás. Sus movimientos eran silenciosos, tan inadecuados en él que me ponían la piel de gallina. ¿Cómo alguien podía moverse tan grácilmente teniendo ese tamaño?

Él era completamente irresistible para mí. No podía dejar de admirarlo cada vez que lo tenía cerca, no me perdía nada de su rostro y cuerpo, mis ojos lo recorrían entero, tan desvergonzados que hasta yo misma me sorprendía.

—Bien—fue lo único que respondí.

Sonrió y estiró un brazo hacia mí. Su mano acarició desde mi codo hasta mi mano derecha, la tomó con la suya y me guio despacio hacia una silla. Me senté allí y él se metió de nuevo en la cocina. Segundos después apareció ante mí con un vaso de agua.

—Lo necesitas—dijo—, seguro estás un poco deshidratada.

Asentí sin hablar y me tomé toda el agua de golpe, me moría de sed. Me detuvo levantando la palma de la mano ante mis ojos.

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