Capítulo Cuatro

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Cuando llegamos a casa no perdí tiempo en esperar a Flor o prender las luces. Corrí al baño y me encerré. Me quedé, largos minutos, apoyada contra la puerta con la respiración agitada y una mano en el pecho. Mis ojos cerrados, mi existencia reviviendo lo que mi mente quería olvidar.

Sentí ganas de llorar, pero no era arrepentimiento. Era una especie de miedo hacia mí misma. Si era capaz de hacer aquello ¿hasta dónde llegaba mi cordura? ¿Cómo alguien podía desconocerse de esa forma? Perder todo control sobre mí, era mi mayor miedo. Esa desconocida que despertó la primera vez que vi al demonio me asustaba de tal manera que no sabía cómo afrontarlo. No sabía para qué lado ir, ni qué pensar sobre mí.

No lloré. No me gustaba llorar, lo hecho, hecho estaba. Y no podía borrarlo, debía vivir con ello de allí en adelante. Vivir recordando las sensaciones de sus manos sobre mi cuerpo, de sus dedos en mi húmeda profundidad.

Flor no se sintió, seña de que me conocía muy bien. Estaba al tanto de que necesitaba espacio. Seguramente ya dormía plácidamente.

Tiré de mi camisa y la saqué por encima de mi cabeza, cayó al suelo arrugada. Me moví hacia el espejo. Manchas rojas cubrían mi cuello, allí donde él me había raspado con su barba recién crecida y mordido con sus dientes de bestia salvaje. Rocé con mis dedos los surcos, la piel allí estaba encendida, como si apenas hubiesen pasado segundos, y no varios minutos, desde que él había secuestrado esa zona. Mi boca se veía igual o más afectada. Podía sentir todavía su lengua rozándola, atormentándome una y otra vez. Respiré lento por la nariz y solté todo el aire por la boca de igual modo. Quería apaciguar el caos de mi interior.

Metí las manos en los bolsillos traseros del vaquero, sacando mi celular y mi carnet de conducir, dejándolos a un lado del lavatorio. Revisé en los bolsillos de adelante por si me dejaba algo y encontré un papel. Lo dejé con las demás cosas suponiendo que sería el comprobante de la entrada del pub. Me desvestí, giré el puño de la ducha y el agua comenzó a caer, me metí de un salto dentro y cerré los ojos con deleite.

Cada vez que me sentía estresada y tensa la ducha caliente era mi remedio. En esos momentos la sentía como una especie de salvación. Moví los hombros en círculos, arriba y abajo, bajé la cabeza para que el agua golpeara detrás de mi cuello y encima de mi nuca. Suspiré. Tomé el jabón sin siquiera mirar y después de enjabonar mis manos las llevé a mi entrepierna. Estaba pegajosa y al momento de hacer contacto se contrajo por completo, todavía estaba sensible al tacto. Tuve unas ganas irrefrenables de masajear mi clítoris y devolverme al clímax. Pero me contuve, ya eran demasiadas para mí todas las emociones de esa noche, no quería seguir percibiendo más nada. O al menos mi mente no lo pretendía, porque mi cuerpo se notaba dispuesto a todo. Terminé de limpiarme haciendo caso omiso a las súplicas de mis partes íntimas. Al salir me envolví en una toalla.

Me terminé de secar entera y me metí en mi bata.

Las cosas que había dejado al costado del lavamanos me llamaron la atención. Bueno, sólo una. El papel que saqué de mi bolsillo delantero no era un comprobante, era un billete de veinte pesos. Arrugué el entrecejo, yo nunca metía dinero en mis bolsillos, siempre llevaba mi billetera.

Lo tomé entre mis dedos, estaba bien enrollado. Al principio me molesté, porque no había otra persona que hubiese podido meter eso en mis vaqueros que no fuera él. Y si me dejaba dinero quería decir... ¡No! ¡No quería decir eso, por Dios! ¿Veinte pesos? ¡Ese maldito! ¿Qué lo llevaba a poner veinte pesos en mi bolsillo? Era algo inentendible. Lo desdoblé con cuidado y lo observé extrañada. Mis ojos se clavaron en la escritura con tinta roja.

                                       B. 374

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