Capítulo Treinta

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Ausente. Invariable. Muerta en vida.

Así me sentí todo el camino hasta mi cruel destino. Mi cuerpo entero estirado en el asiento trasero del coche lujoso, como una simple bolsa de basura. Permanecí mirando el techo fijamente a la misma vez que mis párpados se abultaban y me quitaban poco a poco la vista. Mi respiración era un denso y débil silbido, como si el aire pasara sólo por el minúsculo orificio de una pajita, atravesando lenta y espesamente por entre mis dientes.

Y ya no traté de esquivarle a mi suerte.

Lo acepté todo en un mínimo segundo, justo en el momento en que los hombres de Rodrigo me levantaron del suelo, entumecida y destrozada. Tanto física como interiormente. Ya no quedaba ni una pizca de voluntad o esperanza en mí.

Y no se sentía tan mal el entregarlo todo por Lucas Giovanni.

Cerré los ojos, enviando lo más lejos de mí la opción de llorar. Ya era tarde. Ya era inútil sentir lástima por mí misma. En cambio, me concentré en los últimos meses. En la primera vez que vi sus ojos a través del bar, rodeados de gente. Habíamos sido como los polos opuestos de los imanes. En ese momento la soga se había apretado a nuestro alrededor, entrelazando el nudo con fuerza. Un nudo que jamás se cortaría, por más que yo dejara de existir.

Yo era suya.

Me había entregado de una forma en la que jamás creí que sería posible entre dos seres humanos. Fueron los meses más intensos de mi vida entera. Los más tristes, sí, pero también los más dichosos. Los brazos de Lucas me habían dado un hogar.

Él sería mi refugio eternamente.

El coche se detuvo y por cada microscópico poro de mi piel se coló el frío, obligando a mis dientes castañear. Me abracé a mí misma, levantándome y saliendo por mis propios medios del vehículo, ignorando los ramalazos de dolor que atravesaron cada insignificante centímetro de mí ser. No permití que nadie me acarreara, yo misma iría hacia ellos y me dejaría caer en sus redes de una vez por todas. Nadie necesitaba trasladarme hasta mi final, caminaría sola hacia él, con la espalda erguida y el mentón en alto, mostrando mi rostro irreconocible con suficiencia corriendo caliente por mis venas.

Entré en el edificio en medio de la nada, varias personas se encontraban esperándome justo en la entrada, pero no las registré, mis ojos sólo se clavaron directos en los de Rodrigo Fuentes.

Mi creador, mi verdugo.

No los desvié ni un solo segundo, notando su boca fina torcida por el disgusto de verme y la cuadrada mandíbula transformada en piedra. Le envié todo el veneno a través del conducto que suponían nuestras contemplaciones.

Y me deleitó a más no poder que él fuera quien se retirara primero.

—Llévenla a una de las habitaciones—abrió la boca para ordenar a los gigantes detrás de mí—. Hay que arreglarla...

El último comentario me abatió como otra pisada estrujando mi vientre, proporcionándome agudas ganas de vomitar los casi inexistentes desechos de mi estómago vacío sobre los pies de todos. Tenía que ser arreglada, como una simple cosa rota.

Les permití sostenerme, porque ya no me sentía capaz de mantenerme de pie por más tiempo, uno de ellos me cargó en sus brazos. Evité su rostro cerrando los ojos, dejando a mi cuerpo levitar, regido por su fuerza.

El trayecto se me hizo eterno. Me pude imaginar, detrás de mis párpados, los metros y metros de pasillo blanco, integrando un laberinto brillante y desierto. Escalofriante. De pronto escuché una puerta abrirse y, unos pasos después, me recostaron en una mullida cama de hospital. Abrí los ojos, y sólo conseguí ver a través de la rendija de uno solo de ellos, el simple hecho de querer mantenerlos abiertos costaba una cantidad infinita de dolor.

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