32. Zona de tensión

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Desde el momento en que se quitó la ropa y entró a la improvisada bañera

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Desde el momento en que se quitó la ropa y entró a la improvisada bañera. Desde que la vistieron y arreglaron, desde que se colocó las joyas de la corona de Berbard. Incluso cuando montó su caballo y puso la espalda recta, mirando al frente hacia su destino. Todo estuvo plagado de una sensación de irrealidad que le preocupaba. No había pasado mucho desde que abandonó a su séquito y se confundió entre la gente, y aun así, su vida anterior de pronto parecía ajena a ella misma.

Sin dudas la experiencia que la llevó cara a cara con Madre de la tierra la cambió en serio, y de una forma que no esperó. ¿O era otra cosa? Vamos, que ni el Dán la hizo sentir de esa manera, y eso que el condenado sí que le cambió la vida, metiéndola en tremenda conjura revolucionaria. "Bueno, Madre te pidió que dejaras de matar, y sin duda eso cambiaría a cualquier asesina regular", se dijo mientras montaba hacia Nayruth, cosa que la obligó a esconder la risa.

Sí, había que reconocerlo. Cada experiencia la cambió, y tal vez de alguna forma extrañaba la corta vida que llevó siendo Rine. Una ilusión tonta, desde luego. Eso no estaba hecho para ella.

No iba a negar que una parte de sí disfrutó el ser libre. No tenía que mantenerse firme todo el tiempo, ni cuidar sus gestos y palabras. Nadie la vigiló, pudo actuar como quiso sin temer que llegara a oídos indiscretos que cuestionaran su autoridad. Y, por supuesto, se permitió ser feliz con Cenneth. Eso era lo que le dejaba un sabor amargo. Saber que no volverían a vivir así, que no gozarían de esa misma libertad nunca más. Todo había acabado, sus vidas y los deberes las reclamaban.

Y esa realidad no parecía ser prometedora.

Tardó medio día en salir de aquel pueblo y encontrarse al fin con el caballero que iba a escoltarla. Por supuesto que notó su gesto sorprendido, casi horrorizado, al ver a su duquesa convertida en una plebeya más. La llevó de inmediato con su séquito, pero no fue un camino fácil. Cabalgaron el resto del día y parte de la noche, llegaron cuando ya era muy tarde para decidir cualquier cosa. Apenas tuvo tiempo para un baño, y luego a dormir como pudo.

Carine pensó que, con lo agotada que estaba, despertaría tarde. Pero la angustia la puso de pie a primera hora de la mañana, y todos entraron en acción. La orden era partir con prisa hacia el castillo Nayruth. Por un momento ni le importó perder las formas, cabalgaba rápido, seguida de sus caballeros más fieles, dejando atrás a todo el séquito. Es que no había tiempo, pasó más de un día desde la tragedia y eso la atormentaba. ¿Cuántos murieron mientras ella dormía? ¿Cuántos necesitaban ayuda? ¿Qué estaría haciendo el bastardo miserable de Ethelvell? Si no llegaba pronto se perderían más vidas, y no podía con la culpa.

Hacia el final del recorrido, no tuvo otra opción que reducir el paso. No podía llegar a la carrera, eso no sería propio de una mujer como ella. A la distancia en la que se encontraba logró ver lo que quedaba del pueblo minero enterrado. El polvo ya se había asentado, y lo que vio fue peor de lo que imaginó. Se le estrujó el corazón, la pena la invadió. No iba a llorar, para ella siempre fue difícil expresar sus sentimientos de esa manera. ¿Y qué iba a hacer? Solo quería gritar, cualquier cosa para desahogarse. No podía creer que de verdad una parte de la montaña se desprendió y enterró a un pueblo.

Cenicienta y los olvidadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora