23. Presas del engaño

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Se asomó por la ventana con algo de esfuerzo, cogiéndose de los barrotes

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Se asomó por la ventana con algo de esfuerzo, cogiéndose de los barrotes. Encontró la forma al apoyar la punta del pie sobre un pedazo del muro que sobresalía, una piedra rebelde que no quiso unirse a las demás. Era su único entretenimiento, tratar de mirar a la calle. La ventana en realidad no estaba hecha para que se pusiera de mirona, solo era ventilación. Se suponía que eso fue una prisión, por más que intentaran adornarla y darle una apariencia acogedora.

Desde lo alto de la torre central se podía ver el oeste de Berbard, rumbo a ciudad Theodoria. A Cheltine le gustaba, pues lograba seguir el camino del río Orb recorriendo el valle, pasando un bosque. Y más allá estaba el mar, aunque no pudiera verlo. Todo parecía tranquilo, el ruido de la villa apenas llegaba a sus oídos. Se esforzó en ver más, en tratar de reconocer los límites de Berbard, pero ya estaba cansada. Se bajó de un salto, y luego caminó un poco para caer de espaldas sobre los almohadones que le servían de cama. Se quedó ahí, mirando el techo alto, cuando escuchó los pasos que se acercaban.

"Qué raro", pensó y arrugó la nariz. El vigilante le dijo que solo le llevarían comida dos veces, y ya le habían dejado la primera del día. No se suponía que fuera a ver a alguien hasta la noche. Un hombre pasó a abrir la reja que separaba su "alcoba" del pasillo, y Cheltine se puso de pie. Cuando el vigilante se hizo a un lado, fue que empezó a escuchar pasos acelerados. Poco después la vio, Cenn entró corriendo. No pudo evitar sonreír, aunque llevara las ropas de un alaineen. Uno de los finos, además.

—¿Cómo estás? ¿Te sientes bien? ¿No te han hecho nada? —preguntó con prisa, a lo Cheltine respondió negando con la cabeza.

—No me han lastimado, solo que casi me matan de aburrimiento.

—Cosa rara, considerando que mandé a preparar una selecta colección de libros para el entretenimiento de mis invitadas. —Esa voz. No necesitó más explicaciones, ni siquiera la vio y ya sabía quién era. Cenneth se hizo a un lado, al fin pudo mirarla bien. No podía ser otra que la duquesa Berbard.

Por alguna razón pensó que era tal como la imaginó. Siempre que hablaban de ella decían que vestía de verde, y así era. Tal vez no había grandes elogios a su belleza, y eso porque en realidad tenían otras palabras que dedicarle. Terrible, implacable, mordaz, altiva. Como toda alaineen de alcurnia, pero le bastó verla para saber que mucho de lo que decían de ella era cierto. Tenía esa mirada que solo poseen quienes no temen a nada ni nadie, el rostro en alto, la voz llena de seguridad, y la sonrisa que parecía burlarse de su existencia.

Cheltine le sostuvo la mirada, pues a esas alturas ya no quería agachar la cabeza ante nadie, aunque su libertad dependiera de ello. Toda la vida esperaron sumisión de ella, y se juró a sí misma que eso se había acabado.

—No sé leer —respondió a secas. Tampoco iba a darle explicaciones, pero en serio no podía esperar que la hija pobre de un artesano nay tuviera educación. Lo intentó, Cenneth le enseñó lo básico hacía tiempo, pero la falta de práctica le hicieron olvidar.

Cenicienta y los olvidadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora