41. Alta traición

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Era una noche sin luna, con contadas estrellas en el cielo

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Era una noche sin luna, con contadas estrellas en el cielo. Las nubes cubrían el firmamento y, sin embargo, el viento no era el suficiente para que las velas del barco tomaran impulso. Así que se deslizaban con calma y exasperante lentitud por las aguas, esperando que la Diosa del mar o Padre del cielo se apiadara de ellos. Las condiciones del clima no habían variado mucho en los últimos días, y ese viaje estaba tomando más tiempo de lo habitual.

¿Eso era bueno o malo? Cierto que el rey tenía prisa. Cierto que había mucho que resolver, aliados a los que contactar, informes que recibir, y medidas drásticas que tomar. Y si, Etheldan entendía que la angustia invadiera a su majestad y a la reina madre, pero... Bueno... ¿Y lo otro? ¿Y el tiempo que tenían solo para ellos dos? ¿No era una bendición?

No sabía si murmuraban, o si les importaba. Después de todo, en general no era mal visto que los hombres poderosos tuvieran una diversión, aunque eran más aplaudidos cuando escogían mujeres para eso. "Como es natural", dirían los más tradicionales e irritantes. Pero ellos no se estaban divirtiendo. Estaban aprendiendo a quererse, a amarse.

Por las noches, Etheldan era recibido en la alcoba real, y no se iba hasta que daban el primer aviso para asistir a su majestad en el aseo. Esos eran los únicos momentos en los que podían estar en paz y ser ellos, sin nada que los reprimiera. Y aunque tampoco esperó encontrar a un hombre distinto en la intimidad, le sorprendió saber que Francis era tan inexperto como él. Los dos eran casi vírgenes en la cama.

Ni Francis sabía cómo empezar a tocarlo, y Etheldan a veces tenía miedo de hacer algo que lo asustara, o le recordara lo mal que la pasó su primera vez. Así que fueron solo besos y caricias al inicio. Experimentos, instantes en los que no sabían si estaban haciendo bien o mal, o solo dejándose guiar por sus instintos. Pero no importaba, porque él era feliz así. Cada roce, cada beso. Todo era especial, todo lo estremecía de una forma tan sublime que nunca creyó que sería posible sentirse así.

A veces se tocaban de más, a veces se excitaban mucho, a veces su boca hacía el trabajo. Pero siempre terminaban en los brazos el uno del otro. Sonriendo, mirándose así, tan cerca. Disfrutando del calor de la piel de su amante, con las piernas entrelazadas, con los rostros tan juntos que podían respirar el mismo aire. Habían perdido el pudor y el miedo de verse, o al menos eso parecía.

Por eso no quería que esas noches se acabaran. Inconveniente o no, para él fueron sus noches de goce más sublimes, y no podía siquiera pensar que todo quedaría en el pasado cuando pisaran tierra. Y esa era solo una noche sin luna más, como las otras. La ventana abierta de la alcoba del rey apenas dejaba pasar una brisa que no los refrescaba, así que apartaron las mantas.

Francis miraba el techo, Etheldan estaba recostado de lado, mirando por la ventana. La mano de su rey estaba posada a la altura de su cadera, misma que acariciaba lento. Él solo quería olvidar que por la mañana todas las presiones volverían. Su esposa lejana, su próxima paternidad, la amenaza de una conjura de parte de su medio hermano. Oh, sí, ya lo sabían. Ya entendían.

Cenicienta y los olvidadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora