2. Los invitados

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Cenneth no tenía ropa "propia"

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Cenneth no tenía ropa "propia". Cuando le decían que se pusiera algo presentable se referían a los trajes de las criadas del castillo. La falda ancha color gris, el mandil blanco, el cabello recogido y bien atado en un moño. Cumplió en cambiarse con rapidez, apenas le dio tiempo de asearse. ¿Y todo para qué? Para que Ethelvell ordenara que se quedará ahí sin moverse.

No recordaba la última vez que se sentó en la mesa familiar, tal vez un par de veces a escondidas, pero nunca para una comida. Tampoco era la primera vez que tenía que servir la mesa, o limpiar las sobras, pues no la dejaban quedarse mucho tiempo. No, esa ocasión tenía algo de distinto, y un poco de tortura también.

Por salir temprano en busca de la diligencia no comió nada, y la mesa estaba repleta de panecillos, jugos, y frutas. La vajilla fina parecía resplandecer, todo ahí era impecable tal y como a ellos les gustaba. Y ahí estaban, desayunando en una espléndida mesa que podría alimentar a toda una familia por varios días, derrochando sin culpa, dejando los manjares a medio comer. Cómo odiaba todo eso.

El conde Ethelvell ni siquiera le prestaba atención. Ordenó que esperara en un rincón, mirando el desayuno espléndido del que jamás se serviría, con dolor en las piernas por las heridas, sin poder encorvarse o moverse siquiera. Quieta como una estatua, le rugía el estómago del hambre, tenía la garganta seca de la sed. Solo unas cuantas veces la condesa Adelphia la miró de lado, pero hubiera preferido que no lo hiciera. Esa mujer tenía la mirada más "gruesa" que había sentido jamás. Así le decía en el pueblo Nay a esas miradas cargadas de maldad, de energía negativa. Aquellas que tenían el poder de quebrarte por dentro.

El único que la observaba de rato en rato era Etheldan, o solo Dan, como ella lo llamaba. Por supuesto que él sabía cómo la trataba ese par, pero poco podía hacer para intervenir. Etheldan era su medio hermano, apenas un año menor que ella. Sin contar el truculento drama familiar, igual lo quería a su manera. Y él también.

Con disimulo, porque sabía que moría de hambre, cogió un plato y fingía que ciertas cosas no le gustaban para dejarlas ahí. Una vez lleno, le ordenó a una de las meseras que se llevara "las sobras" de su vista. Sobras que acabarían en el pequeño rincón donde dormía gracias a un acuerdo entre la servidumbre. Algo de lo que aún no sabían el conde y la condesa, porque apenas se enteraran que Dan le invitaba la comida de los señores a la criada, las cosas se iban a poner feas. 

Cenneth empezaba a impacientarse, ¿esperarían hasta que terminaran de comer para hablarle? ¿O fingirían que no estaba ahí el resto del día? Ah, si Ethelvell era capaz de ordenar que se quedara en ese rincón hasta el anochecer sin moverse, no sería la primera vez. Cuando terminó de comer lo que había en su plato, el conde tomó la servilleta y se limpió los labios con cuidado. Hizo una señal, y entonces su asistente llegó llevando una bandeja con un pergamino.

—Acércate, muchacha —le dijo. Apenas si la miró.

—Pero no mucho, me van a dar náuseas si llego a percibir el hedor de zorrilla que trae —añadió Adelphia con desdén. Cenneth se aguantó. Con los años aprendió a no reaccionar ante los insultos de esa mujer, el tiempo y los castigos le enseñaron que era mejor así.

Cenicienta y los olvidadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora