Capítulo 2: El rastro.

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El sol se había comenzado a ocultar, y el cielo se estaba tiñendo de unos hermosos colores pastel que poco a poco se tornaban más brillantes.

El Padre FitzMaurice se encontraba en sus aposentos, en una rústica y cómoda casita detrás de la iglesia en donde todos los días recibía a mucha gente creyente o incluso a algunos que querían encontrar el camino del Señor. Por una de sus ventanas podía ver el inmenso bosque que se expandía en los bordes del pueblo y se preguntaba qué ocuparía el lugar de esos imponentes árboles en cien años más.

La tetera estaba hirviendo hacía un buen rato, así que se acercó para quitarla del fuego y se preparó una taza de té a la cual le agregó una pizca de alcohol que tenía guardada en una pequeña petaca metálica que había sido herencia de su padre, un hombre alcohólico que había muerto hace muchas décadas atrás.

A pesar de su avanzada edad, el Padre FitzMaurice era un hombre activo y muy parlanchín, podía quedarse horas hablando con quien se le cruzara y tenía un sentido del humor innato, incluso podía hacer reír a las personas sin intentar hacerlas reír y es por eso que los domingos la iglesia se llenaba de gente creyente, que iba por sus discursos tan motivadores, por las lecturas que provenían del libro de Dios y por la historia de Jesús.

Ya casi no recordaba su juventud, pero tenía los escasos recuerdos de haber sido un malcriado, muchas peleas con su padre, amaba a su madre, y siempre fue el protector de sus hermanos, a los cuales no veía hace muchos años. Recordaba la primera vez que tuvo sexo con una campesina que era tan hermosa como una Amapola en primavera, la sensación de éxtasis que sintió al momento en que sus cuerpos se encontraron, cuando tocó los senos de la muchacha y cuando ella le prometió que siempre estarían juntos. Pero nunca ocurrió, la chica un día desapareció y con ella toda su familia, se habían mudado y nadie supo dónde se fueron, y con ese dolor en su corazón FitzMaurice deambuló por años intentando encontrar algo o a alguien que lograra llenar ese vacío, se acostó con muchas mujeres, tuvo muchos trabajos, viajó mucho, pero lo único que logró salvarlo de esa depresión fue la religión, con la fe de que todo ese dolor que sentía tenía un propósito.

Desde que encontró la religión renunció a la idea de formar una familia y se dedicó a difundir la palabra del señor, no porque quisiera llenarle la cabeza las personas de que la religión podría salvarlos, sino porque sentía que, al hacerlo, podría ayudar a otros ahí fuera que estuvieran pasando lo mismo que él pasó cuando joven, y la idea de poder ayudarlos y salvarlos siempre lo conmovía.

Mientras acercaba la taza a sus labios para beber un sorbo de té, alguien llamó a la puerta. Las luces de las velas ya estaban encendidas así que sería imposible hacerle creer a quien fuera que lo perturbaba de su tranquilo descanso que no se encontraba en casa.

Se acercó a la puerta y la abrió. Se encontró de manera inmediata con un hombre bien vestido con un traje formal que le entregó una carta y se marchó sin siquiera saludarle o despedirse.

—Qué grosero, por Dios—dijo en voz baja, mientras abría la carta.

Era del alcalde, quien, con garabatos muy alocados, le pedía su presencia de manera inmediata en su casona, en dónde lo esperaría en compañía de un invitado especial que había llegado al pueblo con noticias bastante preocupantes y que debían buscar una solución temprana a lo que este misterioso visitante les advertía.

No tardó mucho en alistarse, se puso sus ropas más elegantes y tomó su carruaje hacia la casona del alcalde.

Se bajó del carruaje ayudándose con un bastón dorado y tocó la puerta. Los mayordomos del alcalde le abrieron y le acompañaron hacia dónde debía ir para reunirse con las personas que lo esperaban.

La Puerta Hacia Los Sueños: El OrigenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora