Lea vivía a tres calles de mi casa y me acompañó hasta el portal. Eran casi las diez de la noche, un poco tarde, pero me daba igual. Sabía que, aunque llegara antes, mi madre buscaría cualquier otra excusa para meterse conmigo: tienes la habitación desordenada, no has cepillado al gato o deberías aprender a planchar la ropa. Tonterías varias que le servían para tocarme la moral.
Entré en mi casa pensando en lo mucho que me gustaría vivir por mi cuenta, pero, de momento, no era posible. En cuanto pudiera, me largaría de allí, lo tenía clarísimo. Me iría a vivir sola o compartiría piso como hacían muchos otros estudiantes.
—Menuda hora de llegar —soltó mi madre nada más oírme entrar.
—La misma que cada día —respondí con desprecio.
Mi madre estaba en su despacho. Era una mujer alta, elegante, que solía llevar su pelo castaño con algunos reflejos dorados, igual que el mío, recogido en una coleta tirante. Era una abogada de renombre y poseedora de uno de los bufetes más prestigiosos de Madrid. Todo eso debido a su constancia, a su esfuerzo durante años y a su rechazo a criar a su hija. Hija que, de repente, le había caído del cielo y que tenía que educar sin saber cómo.
Mi madre vivía sola en aquel dúplex vanguardista, estaba forrada de dinero, aunque le costaba soltar billetes, y era una de aquellas personas que no tenían pareja porque estaban acostumbradas a ir a su rollo. No es difícil imaginar lo que le supuso que yo apareciera en su vida, a mis diecisiete años, en plena adolescencia y con mi afecto hacia ella en menos ¿cien?
—Si quieres cenar, tú misma.
Ya lo sabía. Si no estaba a las nueve en la cocina, no había cena. Al principio pensé que ella acababa comiéndose mi ración, pero un día vi la comida en el cubo de la basura. Aquello al principio me dolió. Vale, yo era una niñata que no sabía llegar a la hora, pero ¿no se suponía que ella era la madura? ¿Tirar la cena a la basura para que yo tuviera que comer cualquier otra cosa?
En el año y medio que llevaba allí había aprendido a cocinar. No iba a acatar sus normas de esa manera. Y si antes la odiaba, ahora la repudiaba.
Abrí la nevera y me preparé unos filetes rebozados. Cené con la única compañía de la televisión y cuando acabé lo recogí todo para no oírla más. Cuanto menos tuviera que decirme, mejor.
El primer día que pisé aquella casa, mi madre me miró como si fuera casi una extraterrestre. Cogió mi maleta como si le diera asco y me enseñó mi habitación. Era toda blanca, con una cama nido sin cabezal y con un nórdico blanco. Una mesa roja con patas de metal, una silla también blanca y un armario empotrado con las puertas vestidas del mismo blanco. ¿Se podía tener menos gusto? Era tan impersonal como la habitación de un hospital y me sentí como si me hubieran metido en un psiquiátrico. Lloré durante unos minutos hasta que, todavía con lágrimas en los ojos, me dediqué a decorar aquel cuartucho con algunas de mis fotos, un par de dibujos de una amiga y las cuatro cosas que traía en la maleta. Ella no me quería, pero yo a ella menos.
Apareció de repente en la cocina.
—Alexia, estamos casi a mitad de mes y si continúas a este ritmo te quedarás sin dinero.
Tenía una paga mensual que me ingresaba directamente en mi cuenta y que administraba yo, pero parecía que mi madre la controlaba constantemente a través de la pantalla de su móvil.
—Es mi problema —le dije en un tono aburrido.
—Si no tienes para coger el autobús, tendrás que ir andando. Yo no voy a pagar nada, ya hago bastante.
¿Bastante? Mi madre también cobraba por tenerme ahí; mi padre lo había dejado todo bien atado y cubría con ese dinero todos los gastos que yo pudiese generar en aquel piso.
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Los secretos de Alexia
Teen FictionAlexia sabe lo que es estar hundida, pero está decidida a que nada la pare cuando comienza la universidad con su mejor amiga Lea. Lea siempre ha dicho que no cree en el amor; ¿Qué va a hacer ahora que se le acelera el pulso cada vez que ve a Adrián...