13

59 4 0
                                    

Cuando tienes tres años y tu padre te pasea en brazos por Hyde Park, eres feliz. Cuando tienes cinco y tu padre te compra uno de los mejores helados de Florencia, eres muy feliz. Cuando tienes siete años y dominas varios idiomas y tu padre te mira con orgullo, eres feliz. Pero cuando llegan los once, los doce, los trece... y ves que eres distinta, que tus compañeros tienen una familia y tú no, cuando en Navidad no hay nadie a quien visitar, cuando tus amigas te preguntan por qué no tienes relación con tu madre..., de repente, todo cambia. Te sientes feliz, pero extraña. 

Mi padre conoció a Judith en Disney, una manera curiosa de conocer a tu futura pareja. Nos alojábamos en el mismo hotel y su hijo y yo conectamos al momento. Yo tenía catorce años y él dieciséis, y nos reímos al saber que era nuestra primera vez en el parque de atracciones, sobre todo porque ya éramos algo mayorcitos. En mi caso, no habíamos podido ir antes y yo siempre había querido visitarlo. Su caso era distinto. Eran españoles, concretamente de Logroño, y habían esperado a que trasladaran a su madre a París por temas laborales. En ese momento vivían allí, aunque era algo temporal; un par de años o tres como mucho.

Judith era viuda. Su marido había muerto al año de nacer su hijo a consecuencia de un accidente laboral en el mundo de la construcción y se quedó sola con un bebé. Yo la admiraba por eso; casi podría decir que la idolatraba. Una mujer sola, jodida por la muerte de su pareja, que luchó a muerte por sacar adelante a su pequeño. Antxon, su hijo, era un tipo con carácter, que tenía las cosas claras y que sabía qué quería. Creo que nos quisimos desde el segundo uno.

—¿Alexia o Álex? —me preguntó nada más conocernos.

—Alexia, odio que me llamen Álex, Al o algo parecido. Nos sonreímos con simpatía.

—Te entiendo, a mí no me gusta nada que me llamen Antonio, aunque eso es lo que pone en mi DNI.

—Antxon suena mejor.

—Además como soy medio vasco... Mi padre era de Bermeo, un pueblecito de Vizcaya. Murió cuando yo tenía poco más de un año, en un accidente.

—Vaya, lo siento. Menuda putada.

—Tengo a mi madre, que vale por dos —me dijo con una gran sonrisa.

Se le llenaba la boca cuando hablaba de ella, como a mí con mi padre.

—Yo también estoy sola con mi padre. Mi madre vive en Madrid, pero como si no existiera.

Antxon me miró unos segundos a los ojos y sonrió de nuevo.

—Joder, pues juntamos a tu padre y a mi madre. Me apetece tener una hermana que me dé consejitos sobre tías.

Nos reímos los dos sin saber que aquello iba a hacerse realidad.


—¿Alexia?

Mi madre interrumpió mis pensamientos mientras me tomaba un vaso de leche con cacao en la cocina.

—¿Qué? —le pregunté sin interés.

—Te acabo de ingresar dos mil euros en tu cuenta. La miré abriendo muchos los ojos. ¿Qué coño decía?

—¿Por qué? —le pregunté escamada.

—Alexia, cuando alguien hace bien su trabajo, es lógico que reciba algún tipo de recompensa. Y esta noche te has comportado como una auténtica dama en casa de los Varela.

La miré flipada. ¿Estaba mal de la cabeza esta mujer? ¿Dos mil euros? Subió a su habitación sin esperar respuesta y yo pasé de la sorpresa a la decepción más absoluta.

«Sí, claro, gracias, mamá por tus palabras, por tu abrazo y por todo el cariño que me das.»

Mi madre acababa de comprarme y yo me sentí como una auténtica mierda. Al final, la batalla la había ganado ella, joder. Subí casi llorando a mi habitación y busqué con desespero el tabaco que tenía escondido en mi cajón. Me lie un cigarro a toda prisa, necesitaba fumar, desconectar y olvidar todo aquello durante un buen rato. Después me tumbé en la cama, me acaricié la cicatriz que se dibujaba en mi muslo izquierdo, cogí mi cuaderno para leerlo un poco y me dormí sabiendo que esa noche las pesadillas serían más intensas.

Los secretos de AlexiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora