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Después de comer con Lea en el bar y comentar las mejores jugadas deldía, le dije que quería ir a casa para darme una ducha y trabajar un rato,pero cuando la vi doblar la esquina anduve en dirección hacia la paradadel autobús para ir al cementerio. 

Lo necesitaba. De vez en cuando necesitaba ir allí, ver su lápida,darme cuenta de que su muerte era real y pasar unos minutos junto a él. 

Todavía no podía creer lo que había ocurrido aquel 17 de febrero enaquella maldita carretera.Habíamos puesto música de los ochenta, concretamente Mecanoporque le pirraba la voz de la cantante. Íbamos los dos cantando a gritopelado: «Allí me colé y en tu fiesta me planté. Coca-Cola para todos y algode comer. Mucha niña mona, pero...». Sonó el móvil y lo cogí, pero antesde poder responder sentí un fuerte latigazo en mi cuello y golpes variospor todo mi cuerpo al mismo tiempo que un ruido ensordecedor meprovocó un tremendo dolor de oídos. 

Fueron momentos de desconcierto en los que me protegí con mipropio cuerpo sin saber qué había pasado. ¿Qué era todo aquello? ¿Quéhabía ocurrido? ¿Y ese olor a gasolina? ¿Y por qué estábamos parados? ¿Yla música? ¿Y él...? 

El terror me atrapó y no supe reaccionar.Sentí una quemazón en mi pantorrilla izquierda y algo que me escurría por la pierna, pero no quise saber qué era... ¿Líquido del coche?¿Agua? ¿Sangre?Oí sirenas y con los ojos cerrados fui capaz de vislumbrar los destellos de las luces que estaban a nuestro alrededor. Alguien intentaba entrar en el coche y yo temblaba, ¿nos querían hacer daño? ¿Dónde estábamos? 

Una voz masculina preguntó cómo estaba y me volví para ver quiénera y pedirle ayuda porque sentí mi pierna izquierda muerta, no podíamoverla. Pero cuando lo vi a él, en aquella posición antinatural, gritécon todas mis fuerzas. Y no pude parar de gritar por mucho que aquelloshombres me pidieran que me calmara o me dijeran que enseguida mesacarían de allí. Tenía que hablar con mi padre, tenía que hacerlo. Nodejé de gritar «papá» hasta que estuve fuera, lejos de ese cuerpo inerteque ya no respiraba, que ya no hablaba y que ya no cantaba como estabahaciéndolo cinco minutos atrás. ¿Cómo podía ser? ¿Dónde estaba escrito que ese era su destino? ¿Por qué él sí y yo no? ¿Por qué? 

Aquel 17 de febrero crecí de golpe. Un golpe duro, doloroso y queprovocó en mí un cambio drástico. Hasta entonces era una chica alegre,risueña, que se lo pasaba bien, que vivía entre algodones, a la que nuncale había pasado nada fuera de lo normal. Alguien que incluso tenía muyasumido que su madre no la quería, pero que mientras no la viera nopasaba nada, era feliz.Pero aquel accidente me hizo ver la puta realidad: hoy estás aquí, ¿ymañana? Aquello enfrió mi alma y me cambió para siempre. 

Los primeros días con mi madre los recuerdo vagamente. Yo apenashablaba y ella tampoco hacía ningún esfuerzo por saber cómo me sentía.Y la verdad era que me sentía seca por dentro, como si alguien hubieraarrancado mis ilusiones de golpe.A la semana de instalarme en su dúplex, tuve que ir al instituto porque mi madre me amenazó con dejarme en la calle y aquello todavía mehorrorizaba más que vivir con ella. Así que saqué fuerzas de donde nohabía y fui al instituto, con pocas ganas y adoptando una actitud muyborde con todo el mundo. Lógicamente espanté a las primeras personasque intentaron conocerme, pero Lea no se dejó intimidar por mi cara debulldog y me dijo muy suelta algo que siempre recordaré. 

—Mira, Alexia, sea lo que sea lo que te haya pasado, podemos solucionarlo juntas, así que espabila. 

La miré de reojo, pensando que su tono de voz, entre divertido yserio, me gustaba. Y a partir de ahí fuimos inseparables. Lo único que nocompartía con Lea eran esos momentos en el cementerio.Necesitaba estar sola. 

Me sonó el móvil y lo busqué maldiciendo a quien me llamara en esemomento. ¿Mi madre? Me extrañó porque casi nunca me llamaba. 

—Alexia, soy yo. —Ya sabía quién era, ¿qué coño quería?—. Te llamo porque esta noche cenaremos fuera. 

Los secretos de AlexiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora