Caputulo 90 pánico

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Alan:

Durante la reunión noté a Luciana extraña, lucia decaída, recostó su cabeza contra el respaldo de la silla cerrando los ojos, pude escuchar su pesada respiración mientras sus manos temblaban. Al preguntarle si se encontraba bien ella guardó silencio unos segundos para luego responder afirmativamente, ¡mentirosa!, mil veces mentirosa, moví levemente la cabeza en un gesto poco convincente ya que por más que ella intentaba disimular su semblante terminó por delatarla.

Al ver que era imposible seguir fingiendo ella optó por irse a lo que yo asentí mostrándome comprensivo ante el motivo de su retirada, ella no se veía nada bien y lo mejor era que se marchara a su recámara y se acostara un rato.

Luciana se levantó dificultosamente, quise ayudarla pero ella no me lo permitió, caminó hacia la puerta, tomó el pomo de la misma, sin embargo, antes de abandonar el lugar ella se tambaleó un poco, entonces, presintiendo lo que ocurriría me acerqué a ella con mi velocidad sobrenatural sosteniéndola entre mis brazos evitando que cayera al suelo.

—¡Luciana!, ¡Luciana!— exclamé alarmado.

La cargué llevándola a uno de los sofás el cual fue desocupado inmediatamente por quienes estaban allí sentados, la dejé con cuidado, Gabriel salió de prisa para luego volver con su maletín sacando del mismo una botella de alcohol, sé acuclilló junto a la desmayada colocando cerca de su nariz un pañuelo empapado en dicho líquido intentando reanimarla mientras que los demás solo observaban.

Al poco tiempo Luciana volvió en si, no obstante su semblante era preocupante.

—llevémosla a su habitación— sugirió Gabriel, la cargué y salimos del despacho no sin antes comunicarles a todos los ahí presentes que por el momento la reunión quedaba suspendida, aquellos solo asintieron sin decir nada y se marcharon.

—¡oh!, ¿qué sucedió?— preguntó Vanessa con una pésima actuación de sorpresa, en mala hora tenía que topármela por los pasillos, yo solo la ignoré como siempre lo hacía y seguí de largo.

—nada que te importe, ¡quítate!— dijo Elena poco tolerante apartándola del camino.

Al llegar a la habitación recosté a mi Luciana cuidadosamente en la cama, coloqué mi mano sobre su frente percatándome que ardía en fiebre, alerté a Gabriel quien de inmediato se acercó a ella comprobando mis palabras. Él indicó cambiarla de ropa por otra más fresca y ligera, así que llamé a Lorena para que ella se encargara de hacerlo. Salimos del cuarto dándole la privacidad necesaria a la doncella para desvestir a su ama. Al cabo de un momento ella nos permitió pasar, mi amada yacía con un ligero camisón blanco, la escuché balbucear quedito cual niña de dos o tres años, me acerqué a ella acuclillándome a su lado.

—mamá, mamá— murmuraba entre sus incomprensibles balbuceos mientras gotas de sudor resbalaban por su frente.

—está delirando— habló Gabriel preocupado haciéndose notar entre todos los que nos encontrábamos allí —¡pronto! Traigan paños y agua fría, hay que bajarle la fiebre cuánto antes.

Lorena y Cecilia salieron a toda prisa por lo previamente solicitado, me levanté pero antes de dar un paso la mano de Luciana sujetó mi muñeca impidiéndome avanzar, la miré extrañado.

—no... No te vayas, no me dejes sola— rogaba ella con la cabeza girada hacia mi a pesar de tener los ojos cerrados, no sabía si sus súplicas eran reales o a causa de sus delirios, Luciana aplicaba más fuerza en su agarre, tanta, que hasta yo mismo desconocí siendo capaz de jalarme hacia ella y dejarme las marcas de sus dedos. Era imposible que un humano poseyera tanta fuerza, sin embargo, Luciana había bebido de mi sangre en repetidas ocasiones lo que le otorgaba tal fuerza, pero nunca pensé que a ese grado, me sorprendió de sobremanera —quédate— volvió a persuadirme.

el alma del vampiro Donde viven las historias. Descúbrelo ahora