❝Diez y diez❞

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Colocó sus auriculares en sus oídos, la canción "Chocolate" inundó sus oídos, movía sus converse al ritmo de la canción y como habitualmente lo hacía, traía un cigarrillo entre sus labios, el humo salía por los lados, ya que no lo expulsaba quitándose el cigarrillo de los labios, se sentó debajo de un árbol y dejó su cabeza reposandola en éste. Las tardes le eran muy cómodas, salía de su casa e iba al parque que quedaba cerca de su casa, escuchando música la mayoría de las veces.

Leonella era así, su voz era un poco más ronca de lo normal a causa del cigarrillo, y sus clavículas se marcaban peligrosamente en su cuello, los huesos de sus rodillas sobresalían, pero en realidad a ella no le apetecía comer la mayoría de las veces, otro tema, ¿quién sacaría a su gato a pasear? Leonella no, por lo que siempre iba sola, y no con Kyu, su gata.

(...)

Antonella suspiró pesadamente, miró la pantalla de la televisión, exhausta, no había nada interesante.
Un estúpido infomercial de un producto aparentemente "servible".
Las cosas marchaban bien, sólo que en las últimas semanas, Leonella, la chica del cabello turquesa, había faltado la mayoría de veces, y ésto le preocupaba a la rubia.
"Antonella, deberías salir o algo por el estilo, y tomar una ducha antes", quizá debía hacer lo que su madre le había dicho u ordenado, acomodó uno de los rebeldes mechones de su cabello detrás de su oído y resopló con pereza.
Habían pasado varios minutos desde que se había bañado, era un estúpido sábado y estaba aburrida, optó por ir al parque que quedaba cerca de su casa.

Los nubarrones amenazaban con explotar y hacer una tempestad, el color gris de éstos asemejaba el de los ojos de Leonella, tristes y algo apagados. En su campo de visión apareció algo, una cabellera rubia que caminaba con desespero mientras acomodaba su blusa, segunda o tercera vez que se la encontraba, no quería hacerlo monótono, porque en realidad se cansaría de verla.
Suspiró.
Nadie, nada a su alredor, sólo la rubia y ella.
Las gotas de agua caían desde las nubes, y no parecía que pararían, se puso la capucha de la sudadera gris que traía, para así no mojarse el cabello, caminó sin preocupación alguna, moviendo sus pies uno delante del otro y viceversa, llegó a su destino, la oscuridad de su casa y dejó que ésta le invadiera, para entrar.
Hace varios días que le interesaba comer un poco, y no sólo fumar cigarrillos, no acudía al nutriologo a pesar de que su casi-madre le había recomendado que fuera. Su alimentación se basaba en algún cigarrillo, dos o tres por día, uno en la mañana y dos en la tarde, que disminuían la tensión en su cuerpo y le relajaban, cuando su cabello se tornaba casi blanquecino, lo teñía, no antes, no después.
Tenía unos pequeños patines ya gastados, que no usaba frecuentemente ya que ni si quiera salía de casa, le escribía a Curtis, el chico que murió por cáncer, pero algo le decía a Leonella que el seguía vivo, que el rojo de la sangre se había reemplazado por el rojo de su corazón y era lo único que necesitaba para vivir, Curtis le había enseñado que las escaleras podían desaparecer y que el fumar adelgazaba o que podías teñir tu cabello según tu estado de ánimo y muchas cosas que le parecían a él interesantes y por lo tanto a Leonella también, Curtis era un chico pelirrojo de unos dieciséis años, que Leonella conoció en el centro de rehabilitación al que le habían mandado cuando su casi-mamá descubrió que cortaba sus muñecas y piernas.
Curtis veía personas, él decía que le hablaban y le decían qué hacer y si no lo hacía, moriría, pero no le creían, dormía unas dos horas si tenía suerte y fumaba cuatro cigarrillos en un sólo día. Nunca logró "rehabilitarse", o más bien nunca lo entendieron.
La ilusión de que Curtis siguiera ahí, aún vivía.
Georgie, la hermana de Leonella, le contó que Curtis consumía droga y por eso el porqué de que estuviera en rehabilitación, pero nunca le creyó, ella si lo entendía, se entendían mutuamente y eso le encantaba a Leonella.
Hasta el día de su muerte.
Curtis, pensé que siempre estarías aquí, me has fallado.
Escupió y tomó la navaja sonriendo, la puso en frente del pelirrojo y éste negó.
Leonella, no de nuevo, tus muñecas no son de papel, por favor, linda.
Y ella no hizo caso y se cortó veinte veces, las veces que Curtis le había prometido que vendría algo mejor, diez, y las veces que le había dicho que era hermosa, otras diez.
A la mañana siguiente, Curtis amaneció muerto, su corazón no aguantó ni un minuto más por la noche, y se detuvo.
Pero con el también se detuvo el tiempo.
El alma de la oji-azul.
Su sonrisa.
Su estadía feliz, y con alguien a su lado.
Y si bien no era su culpa, ella lo creía así. No merecía tener a nadie a su lado, porque podría, problamente, morir en el intento.
Ella no quería eso para nadie, por eso no hablaba, no sonreía, nada.
No quería eso para Antonella.
Pero la dejaría correr su propio riesgo.

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