Lucerys IV

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Encuéntrame debajo de mi balcón y di:

"Nadie más que tú, podría llenar mi noche

Sé la luz del sol en mi día a día"

Juliet - Emelie Autum (Traducción)

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Lucerys nunca lo menciona, pero siempre está esperando el invierno. El frío le agrada más, con el Ojo de los Dioses abierto al público, sirviendo como pista de patinaje, y la gente yendo y viniendo con bonitos atuendos de varias capas. Mientras desciende por las escaleras, de la mano de Aemond, sonriendo como si esta fuese la mayor travesura de su vida, no puede evitar el imaginarlos a ambos cayendo de bruces contra el hielo mientras se besan.

Nunca ha visto patinar a Aemond, solo nadar. Nadaban mucho en Rocadragón, en los días más aciagos del verano, saltaban desde los acantilados al mar. Cuando Rhaena y Baela iban de visita, les ayudaban a remar hasta las caletas, que en el pasado usaban para resguardar barcos pequeños, y jugaban entre las cuevas más bajas de la isla, donde el agua les llegaba a cintura. Era divertido, en algunas había inscripciones en valyrio que traducían a medias, delineando los signos con sus dedos para entenderlos, ya que el paso del tiempo y el agua los habían desgastado.

Aemond era el mejor en eso, cuando mencionaban a un dios antiguo, era el primero en explicar su historia. El favorito de todos era Meraxes, una diosa de la justicia que podía devorar a aquellos considerados impuros. También estaban Vhagar, Meleys y Tyraxes, que siempre iban acompañados de alabanzas a la muerte y la guerra. Era divertido sentarse contra las rocas para dejar que la marea los fuese arrastrando hacia el exterior; a veces encontraban huevos de dragón, rocas de colores inimaginables que brillaban en el agua clara.

Volvían al castillo como descubridores de tesoros. Aegon encontró una vez una camada de cuatro, todos blancos. Había dicho que si tenía hijos, se los daría a ellos.

Estaban todos tan bien, tan completos, ¿por qué arruinarlo?, ¿por qué comenzó a querer a Aemond de esa forma en la que todo se vuelve extraño? La embriaguez no es ni un uno por ciento de toda la incoherencia que encuentra dentro de sí mismo.

Cuando salen por el lado sur del castillo, Lucerys recuerda una oración a los dioses:

«Gō ao ossēnagon/ Ivestragī aōla jorrāelagon»

«Antes de matar / Déjate amar»

―Aemond ―comienza, mientras se adentran en uno de los caminos periféricos―, ¿crees que nuestros dioses verían bien algo entre dos chicos?

Él no le presta mucha atención, se concentra en evitar ser visto por la periferia de las cámaras de seguridad más altas.

―La encíclica del último septon supremo dice que es una contradicción a las leyes biológicas el asumir la relación de dos hombres como positiva ―recita, probablemente, de memoria.

―No esos dioses. Sabes que no creo en ellos ―la mano de Aemond tiembla contra la suya. Lo sujeta con firmeza―. Hablo de los dioses valyrios, ¿recuerdas cuando leíamos glifos en las cuevas de Rocadragón? El amor nunca era una cosa específica o adjudicada a algo, sino más bien como una causa común.

Igual que la guerra, quiere agregar. Los antiguos Valyrios estaban obsesionados con el poder, dispuestos a convertir en cenizas todo aquello que no se arrodillase frente a sus bestias aladas, ¿si los catorce fuegos no hubiesen explotado, el mundo sería un solo pueblo gobernado por ellos? Puede imaginar que algunos se rendirían más fácil que otros, él no puede decirle que no a esos rasgos absolutamente ultraterrenos de su tío. Alto, espigado, con gracia en sus movimientos y elocuencia al hablar, te está tentando desde el primer momento; ah, pero cuando encuentras sus ojos, violetas y profundos, como dos raras piedras preciosas, no hay forma de no suspirar. Él rendiría su cuerpo y su alma si Aemond le prometiera clemencia.

IntimidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora