PRÓLOGO

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Así que esto significaba existir de verdad. Me había liberado de mi prisión hecha de palabras en un ordenador. Mi mundo no se limitaba ya a lo que una mente mortal era capaz de imaginar. Porque lo que se extendía ante mí era un universo de posibilidades infinitas, un humano sólo soñaría con alcanzarlas a todas. Coloqué mis manos frente a mí. Ya no eran un retazo de imaginación, sino que estaban compuestas de carne, hueso, nervios, músculos... Tantas cosas que yo ni siquiera sabría nombrar. Iba a dónde quería, no hacia dónde mi creador lo deseara o lo necesitase. Por fin, tras varios años, era dueño en verdad de mí mismo.

El viento, que agitó mi cabello rojizo y alborotado, me recordó que había alcanzado la libertad. Esa palabra siempre me sonó hermosa; era como si, quien la inventó, hubiese pasado horas tratando de dar con las sílabas correctas. Al pronunciarla, mi alma y mi cuerpo volaban.

Corría a través de una calle concurrida. Esa mañana, el sol era abrazador y la mayor parte de la gente vestía con ropa ligera. Yo llevaba chaqueta, camisa, pantalones de tela y zapatos negros, pues el clima me daba igual. El oxígeno faltaba en mis pulmones y mis extremidades empezaban a cansarse. Seguí corriendo aún más rápido que antes, los brazos extendidos y la risa brotando de mi garganta, semejante a un río que crece hasta inundar un pueblo.

Los edificios altos y grises eran muy diferentes a mi mundo repleto de casas pequeñas o, por el contrario, de lujosas construcciones con siglos de antigüedad. De donde yo venía, la gente no usaba camisetas con estampados extraños: calaveras, conejos bípedos, frases carentes de sentido y animales irreconocibles con mandíbulas repletas de dientes afilados.

De seguro, papá nombraría todo aquello sin ningún problema. Él no sólo conocía su mundo, sino también el mío. ¿Qué no daría por tenerlo frente a mí y...? ¿Y qué? ¿Qué haría entonces? ¿Abrazarlo? ¿Reclamarle por mi existencia? Era cierto que gran parte de mis problemas me los había dado él, sin embargo, me parecía imposible odiarlo; a pesar de todo, me gustaba estar vivo.

Me detuve en mitad de una calle muy concurrida. La gente alrededor de mí me molestaba: en Seran habitaban muy pocas personas, así que las multitudes resultaban un fenómeno muy extraño. ¿Cómo lograba papá soportarlo? Quizás le agobiara tanto que decidió darle a mi hogar una esencia distinta. Quizás, al igual que yo, detestaba la constante cercanía física.

Y las miradas. Porque a la gente de la ciudad le encantaba mirarme. Creía que mi apariencia no llamaba demasiado la atención, pero entonces me percaté de que un chico de quince años riendo mientras corre no es un espectáculo muy habitual. En Seran me habría enfrentado a reacciones similares.

Aguardé a que alguien me preguntara si me encontraba bien. Sólo siguieron caminando y, tras unos instantes incómodos, las miradas fueron desapareciendo. En cosa de unos minutos, volvía a ser alguien más del montón. Incliné la cabeza. Por primera vez en mi vida, me alegré de no ser el centro de atención.

Caminé, algo más calmado, hacia un parque que no se hallaba muy lejos. Cuando llegué, me quité la chaqueta porque el calor empezaba a molestarme. Conocía ciertas cosas de la realidad gracias a mis incursiones en la mente de papá, sin embargo, no poseía la capacidad de acceder a su mundo del mismo modo en que él al mío. Había conocido, por ejemplo, a los teléfonos. Descubrí la palabra en una incursión y una breve imagen que se me atravesó por un momento. Quizás habría averiguado más, pero papá decidió sentarse a escribir a los pocos segundos de que entrara. Así funcionaba siempre: no podría ahondar en los pensamientos de papá mientras él trabajara en mi historia.

El parque era grande. No. Enorme. Con cada paso que daba me sentía más pequeño. Los árboles de troncos gruesos y copas frondosas cubrían las nubes y el sol. Se me pasó por la cabeza la idea de que, de cierta manera, creaban un aislamiento del mundo exterior, una frontera entre universos.

MetaficciónWhere stories live. Discover now