CAPÍTULO XIII-RICARDO

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Belfegor permanecía silenciosa sobre el escritorio. Me había parecido adecuado colocarla junto a la computadora; al fin y al cabo, había nacido de ella. Madre e hija juntas antes de desatar el caos sobre la ciudad. Confiaba en que el plan de evacuación diera resultado; de lo contrario... No quería pensar en las consecuencias que aquello podría acarrear. Demasiadas personas habían perdido la vida durante nuestra estancia en la casa de Daniela.

Por primera vez en mucho tiempo, pensé de nuevo en mis padres y en Rebeca. ¿Dónde estarían? ¿Raised los habría relacionado conmigo? Me gustaba pensar que nuestros perseguidores no habían tenido tiempo para identificarlos, sin embargo, existía la posibilidad de que mi familia se hubiese visto obligada a huir. Lo que más me inquietaba era la certeza de que, sin importar qué sucediera, mi obligación era seguir el camino que me había trazado. Acabar con Raised era mi deber y tenía intenciones de cumplirlo, costara lo que costase.

Me senté frente al ordenador, tratando de evitar la mirada sin ojos de Belfegor. Juraría que estaba pendiente de mí, preguntándose quién era aquel muchacho tan conectado con ella. ¿Habría llevado a cabo, igual que Vleick, incursiones a la realidad? En ese caso, ya sabría unas cuantas cosas de mí y, tal vez, hasta se habría dado cuenta del motivo de su existencia. En teoría, aquello no debía suponer un problema, pues, siempre y cuando manejáramos un buen autocontrol para no ceder ante las tentaciones de la pistola, seríamos capaces de dispararla cuando quisiéramos.

Un hormigueo molesto jugueteaba en las yemas de mis dedos. Quería tocar a Belfegor, acariciarla, quedármela para mí. Me pertenecía, al fin y al cabo, yo la había creado. Nadie en el mundo poseía un mayor derecho sobre ella que yo.

¿En qué pensaba? Se suponía que yo era el más consciente de todos de la amenaza que representaba aquella arma para su portador. Bastaba con apretar el gatillo para que, quisiera o no, renunciase a sí mismo para siempre. Ni siquiera un escritor era capaz de enfrentarse a sus propias obras, como me había visto obligado a admitir.

La luna se alzaba en lo alto del cielo, llena y plateada, las manchas negruzcas que eran sus cráteres me recordaban a ojos gigantescos observándonos desde la distancia. Un ser salido de un relato de H.P. Lovecraft dispuesto a envolver el mundo con la maldad que su autor le había inoculado al crearlo. ¿Y si a escritores famosos les había ocurrido le mismo que a mí? A un escritor como Lovecraft debió resultarle toda una pesadilla.

También extrañaba leer. Si la memoria no me fallaba, mi último libro había sido Tormenta de Espadas. En lugar de ahuyentarme debido a todo lo ocurrido, la fantasía me seducía igual que un depredador se siente atraído por la sangre recién derramada. Necesitaba magia, hechizos, mundos extraordinarios a los que, tal vez, pudiera acceder con algo más que la imaginación. ¿Habría alguna manera de que la gente de mi mundo pudiese quebrar la frontera entre los libros y la realidad? Vleick y Raised no lo consiguieron por su propia voluntad, sin embargo, ninguno de nosotros conocía lo suficiente como para afirmar que era imposible jugar con la realidad como nos viniera en gana.

Al principio, no reparé en la silueta de la ventana. O sería más adecuado decir que no le presté demasiada atención, enfrascado como estaba en mis propios dilemas. Pronto recordé que estaba en un segundo piso. El recién llegado debió servirse de algún medio para llegar hasta allí. Las luces estaban apagadas, pero la luna me permitió reconocer unos cuantos rasgos de su rostro: la nariz puntiaguda, la sonrisa de oreja a oreja con grandes dientes, los pómulos marcados, las orejas como las de un elfo de cuento de hadas.

No fue hasta que abrió la ventana y entró de un salto que pensé en las implicaciones de su presencia. Mi ensoñación me había impedido percatarme de lo evidente: estaba en peligro.

MetaficciónWhere stories live. Discover now