V.

199 38 0
                                    


Jimin no estaba seguro de que el Chevrolet Nova del 62' estuviera en tan buen estado como lucía. Según el nuevo dueño, había sido la primera adquisición del abuelo Min Gyu cuando tenía apenas veinte y se había mantenido impecable desde entonces, con revisiones y limpiezas anuales. Pese a todo, despedía un gas oscuro al andar que definitivamente no era bueno para el medio ambiente.

No había opinado ni pronunciado palabra alguna, tampoco del cuestionable sonido del motor, que según Min Yoongi era algo normal en los coches antiguos porque su maquinaria era más pesada que su KIA K5. La radio estaba encendida en el canal local, pero no podía oírse en lo absoluto puesto que el viento aumentaba cada vez más en la vacía ruta y presionaba en sus inexperimentados oídos. Jimin estaba completamente despeinado, su flequillo molestaba en su rostro y sus ojos ardían por el viento. Por supuesto que lo había maldecido en contadas ocasiones para que bajara la velocidad.

—Le quitas lo divertido a la vida, lindura —le respondía él, sonriendo con una colilla de cigarro mordisqueada entre sus dientes.

El humo también era dejado atrás. Tras el cigarro, Min Yoongi se llevaba un chicle a la boca, lo que le hacía tener un aliento de menta camuflada en tabaco, algo vulgar. Tras eso, el profundo aroma a crema de afeitar y los líquidos aceitosos todavía adheridos a su ropa con perfume a jabón y naftalina. Culminaba una mezcla que lo embelesaba al soplar en su dirección.

En plena tarde el sol comenzaba a dar de frente en el asfalto, por lo que en cierto punto agradeció que el coche fuera descapotable. El polvillo seco de Daegu ascendía con la rotación de las ruedas, pero el Chevrolet Nova era lo suficientemente alto para que no se sintiera en su nariz. A medida que avanzaban en la ruta, la tierra fresca comenzaba a volverse una suerte de arenilla dura.

Y todavía Min Yoongi no le decía a dónde se dirigían. Hastiado, lo observó de reojo. A él no le importaba en lo absoluto. Lo decían las finas piernas abiertas y la relajación de su mano derecha al conducir. El brazo izquierdo reposaba en la ventanilla baja, con la piel blanca brillando bajo el sol por la camisa arremangada. Sus flequillos chocolate al sol y gris se batían furiosamente a los cien kilómetros por hora que el coche mantenía, dejando ver su frente de a ratos y las gruesas cejas negras relajadas.

—¿Por qué no me dice a dónde vamos? ¡Ha agotado mi paciencia! Lleva conduciendo una hora. Son las tres y media de la tarde. Anochecerá a las seis en punto y tendremos al menos otra hora más para regresar a casa —parloteó sus cálculos, un poco más alto para que su voz se oyera molesta entre el fervoroso vendaval.

—¿Quieres que paremos? Falta al menos una hora más —le ofreció, girándose a verlo—. Hay una estación de servicio a mitad de camino. Piénsalo bien lindura, si no, tendrás que esperar hasta que lleguemos.

—¡Sigue evitando mi pregunta! ¡Es usted increíble! —protestó, llevando una mano a su frente para evitar la corriente de aire en sus ojos.

—Tal vez porque quiero que sea sorpresa, ¿no crees? —suspiró.

La verdad es que tenía ganas de ir al baño y también comenzaba a sentir hambre. No había almorzado luego de su ajetreada mañana y no estaba en sus planes quedarse en el taller tampoco. Como siempre, todo había salido al revés. No tuvo más opción que asentir a su propuesta, estirar las piernas y descansar sus ojos del viento le haría bien. Además, su piel comenzaba a secarse con el polvillo y odiaba sentir la cara áspera.

—De acuerdo, paremos.

—Prométeme que no saldrás corriendo.

—Como si tuviera dónde ir —viró sus ojos—. Créame que lo he pensado desde que me subí a esta cosa.

𝗘𝗹 𝗺𝗲𝗰𝗮𝗻𝗶𝗰𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝗮𝗿𝗿𝗲𝗴𝗹𝗮 𝗰𝗼𝗿𝗮𝘇𝗼𝗻𝗲𝘀 (𝗬.𝗠)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora