Capítulo 18

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Mi primer encuentro con el sexo no fue lo que debió ser. O sí, si lo que debía ser era un intento de violación grupal.

En realidad, no puede decirse que fuera un encuentro con el sexo, porque llamar sexo a lo que pasó es, probablemente, demasiado desacertado, se mire como se mire. Pero eso tampoco pude entenderlo por aquel entonces. La incapacidad de mover el cuerpo por la droga, los varios pares de manos recorriendo mi piel sin ningún atisbo de reparo, la impotencia de no poder, siquiera, negarme; el olor a fluidos y la presión de otros cuerpos clavando mis huesos contra la roca fría... son cosas que tardaría mucho tiempo en superar, aunque pocas veces lo hablara con nadie. Olvidarlo, por otro lado, sería imposible.

Esa noche soñé con ello. Ya estaba acostumbrado a que las pesadillas me acompañasen a menudo, pero ese acontecimiento las hizo diarias. Vi varios cuerpos aprisionándome y noté sus manos por todas partes. Sentí que no podía respirar y que varios alientos se exhalaban sobre mi cuello de manera desesperada. Y, cuando sentí un dolor punzante en el pecho, fue cuando me desperté con un grito ahogado, con el corazón martillándome y con las mejillas empapadas en lágrimas. Me había incorporado en el acto debido al susto. Continuaba en el sofá con la misma ropa hecha jirones, una manta gruesa y una compresa húmeda en la frente que me cayó sobre el muslo. Mi madre corrió hacia mí desde la cocina.

—¿Cómo estás? —Comprobó mi fiebre y me secó las lágrimas—. Sigues ardiendo. Dios mío, menos mal que has despertado. Me tenías en ascuas, cariño. No has parado de moverte y de hacer ruido. Gritaste. No sabía si despertarte.

Tragué saliva. Me dolían la cabeza y la espalda, y sentía los músculos extenuados. Por un momento me costó recordar que había escapado de ellos y que había llegado a mi casa. Cuando lo conseguí, me llevé las manos a los ojos para intentar desperezarme.

—¿Cómo te encuentras? ¿Te duele algo? ¿Puedes hablar?

Me acarició el pelo, aparté las manos de mi cara y la miré. Sentí que había envejecido años durante el tiempo que pasé dormido. Parecía agotada. Las ojeras, habituales en ella, se habían oscurecido hasta restarle brillo a las zonas verdes de sus ojos. No pude evitar sentirme un poco mejor al darme cuenta de que todo eso lo había provocado yo, porque verla así me confirmó que se preocupaba por mí. Entonces bajé la mirada a la mano que había apoyado en mi rodilla. Recuerdo la culpa intentando abrirse camino por mi pecho, y cómo todo lo que pasaba por ahí se convertía en vacío antes de que pudiera sentirlo.

Siempre me resultó curioso cómo solemos restar importancia a las cosas cuando somos nosotros los que pasamos por algo difícil, cómo nos desvivimos cuando lo hace un ser querido, y cómo somos capaces de sostenernos en esa fortaleza, que no sabemos de dónde sale porque, en el fondo, estamos hechos añicos. Pero en ese momento no pensaba en nada.

Volví a mirarla. Intenté recordar lo que me había preguntado. Pude apreciar con claridad la angustia en sus ojos y, con un hilo de voz y sin pensarlo, respondí:

—Estoy bien, mamá.

—¿Bien? ¿Qué te ha pasado? Estás hirviendo en fiebre, Jake. No me mientas. ¿Te duele algo?

Hablé despacio, intentando juntar bien las letras para formar las palabras correctas.

—Me duele la cabeza y me siento un poco... confundido.

—Te drogaron. ¿Qué droga te dieron? ¿Lo sabes?

Pude haberle explicado que era una droga de otro mundo, pero tan solo negué con la cabeza.

—¿Qué te hicieron? Llegaste... Dios mío, llegaste casi desmayado. No pudiste ni teletransportarte dentro de casa, y tu ropa... —Estiró el harapo en el que se había convertido mi camiseta a la altura del pecho—. ¿Qué te hicieron? Mírate, tienes arañazos por el pecho, el abdomen, los brazos, la cara... Mira este mordisco.

Digimon Adventure: Proyecto MestizoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora