27. Un juicio divino

556 54 11
                                    

El día del juicio llegó, y se le dio a elegir un vestido para presentarse. Ella solicitó uno similar al de su boda con Eyron, dando indicaciones exactas. Nadie objetó, Bellorya sabía que su condena iba a ser la muerte, así que se iría con el recuerdo de un momento hermoso.

Luego de vestirse al nivel de una reina de dioses, fue atada con cadenas sacras esa mañana, apenas la dejaron despedirse de su padre, que no dejaba de llorar; Eyron no estaba en el palacio ni con ella cuando los siervos de algún dios la transportaron al lugar donde discutirían su castigo. No lo culpó por no acompañarla.

El recinto en el que apareció encadenada era colosal como ninguno que hubiese visto antes. Todos los pueblos que encerró en el sueño blanco estaban allí, a los lados, en interminables gradas, al frente los dioses en tronos alzados varios pisos sobre Bellorya, y en un gran trono que se alzaba sobre los demás, se encontraba Eyron sentado, a su lado, el trono de la altísima, estaba obviamente vacío. 

Él vestía de negro y rojo, su cabello estaba atado en pequeñas trenzas sobre su cabeza, terminando en tres trenzas gruesas que caían por sus hombros, él tenía el rostro apoyado en la mano, con los ojos entrecerrados, perdido en sus pensamientos, profundamente decaído.

Los siervos que la escoltaron hasta allí la hicieron postrarse de rodillas ante los dioses. Sintió vergüenza consigo misma, ya que era de las peores humillaciones para un rey de dioses el inclinarse a otros. Así, también humillaban a Eyron. 

Te sigo insultando incluso hoy, Eyron-pensó con pena, mirando al suelo.

—Hola, mi humana robada—ella dio un brinco poniendo los ojos a su lado.

Estaba Deimen en su forma original envuelto en gruesas cadenas idénticas a las de ella, pero más pesadas; él lucía golpeado, la nariz y boca le sangraban, tenía raspones y heridas por todo el cuerpo.

Se miraron de reojo.

—Eres un demente—dijo ella sorbiendo por la nariz, mirando al frente, ignorándolo—. Te odio.

Todos gritaban contra ella, menos los dioses, que la miraban serios y amargados.

Al menos ya no ven todo como una eterna parranda.

De un chasquido Eyron silenció a cada presente, como si de un funeral se tratase. Deimen y Bellorya en el suelo, lejos de la divinidad, lejos de la luz de sus pares, en un plano más oscuro.

—Hoy, como víctimas de la altísima Bellorya—decía Eyron con ojos vacíos—, nos sentimos con el derecho a condenarla. Ya he revisado sus mentes, mis súbditos, y la sentencia ha llegado.

Todos festejaron con gritos y júbilo, lanzando flores, llorando de alegría, otros miraban a Eyron de mala forma, Bellorya sabía que dudaban de la objetividad del rey, pensaban que él la ayudaría o no la castigaría con algo grave. Ella sabía que no sería así, su esposo se tomaba en serio su lugar.

Los dioses agacharon la cabeza disgustados, humillados, incluyendo a Bastida, que allí de hombre, no se atrevía a mirar a Bellorya.

Eyron se mantuvo imperturbable, sin parpadear, mirándola en todo momento. Su pareja divina era su juez, el que, como buen gobernante, la castigaría sin importar lo que sintieran.

—Su castigo es-dijo Eyron con las uñas hundidas en el acero divino de su trono, Bellorya vio eso— la muerte eterna.

La muerte eterna. Ella no viviría en el mundo espiritual tras morir, no renacería, sería total y completamente destruida, PERO, Eyron también, porque la maldición los hacía uno solo.

Todos emitieron ruidos y aplausos de gozo, menos los dioses, que sí entendían la gravedad; miraron a Eyron, algunos llorando, otros levantándose de sus sillas, enfurecidos pidiéndole que no lo hiciera.

El beso del dios |COMPLETA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora