Prólogo

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Hace once años

Hubo algunos acontecimientos que hicieron que aquel día fuera más especial que cualquier otro: era mi sexto cumpleaños y mi madre tenía un cuchillo en la mano. No era uno de esos diminutos cubiertos para cortar carne, sino una especie de enorme machete de carnicero que lanzaba destellos de luz como en las películas malas de terror. Definitivamente, quería matarme.

Trato de volver a los días previos a ese para ver si pasé algo por alto en su conducta, pero no tengo ningún recuerdo de ella antes de aquel día. Puedo evocar algunos sucesos de mi niñez e incluso a mi padre, que murió cuando yo tenía cinco años. Pero a ella no la recuerdo.

Cuando le pregunto a Changbin, mi hermano, acerca de nuestra madre, siempre me responde con frases como «Está loca de atar, Felix, eso es lo único que necesitas saber». Él es siete años mayor que yo y recuerda mejor las cosas, es sólo que no quiere hablar al respecto.

Durante mi niñez vivimos en los Hamptons y mi madre no se dedicaba a nada en particular. Había contratado a una niñera para que viviera con nosotros y se hiciera cargo de mí, pero la noche anterior a mi cumpleaños tuvo que irse para atender un asunto familiar urgente. Mi madre tuvo que ocuparse de mí por primera vez en su vida y a ninguno de los dos nos hizo feliz la idea.

Yo ni siquiera deseaba una fiesta. Me gustaban los regalos, pero no tenía amigos. Los únicos que asistieron fueron los conocidos de mi madre, acompañados de sus pedantes hijos. Ella planeó una especie de reunión de té para la realeza, que yo no quería; sin embargo, Changbin y la señora de la limpieza pasaron toda la mañana organizándola de todas formas.

Para cuando llegaron los invitados ya me había quitado los zapatos y arrancado los adornos que llevaba en el pelo. Mi madre bajó justo cuando estaba abriendo los regalos y observó toda la escena con sus gélidos ojos azules.

Su rubio cabello estaba peinado con delicadeza hacia atrás, y se había pintado la boca con un lápiz de labios de color rojo brillante que la hacía parecer aún más pálida. Todavía llevaba puesta la bata de seda roja de mi padre, su única vestimenta desde que él murió, pero en esta ocasión se había tomado la molestia de usar un collar y zapatos negros de tacón como si con eso pudiera convertir la bata en un atuendo apropiado.

Nadie lo mencionó porque todo mundo estaba demasiado ocupado viéndome abrir los regalos. Me quejé de absolutamente todos los que desenvolví porque sólo eran muñecas, caballitos e infinidad de baratijas con las que jamás jugaría.

Mi madre atravesó la sala, deslizándose con sigilo entre los invitados para llegar hasta mí. Acababa de rasgar el papel de ositos rosados con que estaba envuelta una caja, justo para encontrar otra muñeca de porcelana más. En lugar de mostrar mi gratitud, comencé a gimotear diciendo lo estúpido que me parecía el regalo.

Pero antes de que pudiera terminar de quejarme, ella me abofeteó con fuerza.

—Tú no eres mi hijo —dijo con una voz helada. La mejilla me ardía en el sitio donde me había golpeado; me quedé mirándola boquiabierto.

Con rapidez la señora de la limpieza animó a todos a continuar la fiesta, pero lo que había expresado mi madre se fue infiltrando en su mente durante toda la tarde. Creo que en el momento de decirlo sólo tenía la intención de que sonara como cuando los padres están molestísimos con sus hijos porque se han portado mal, pero luego noté que cuanto más lo razonaba, más lógico le parecía.

Después de varias rabietas similares por mi parte, alguien decidió que ya era el momento de cortar el pastel. Mi madre había ido a la cocina en su busca, pero se estaba demorando demasiado, así que fui a ver si estaba bien. Ni siquiera sé por qué fue ella en lugar de la señora de la limpieza, que era muchísimo más maternal.

El enorme pastel de chocolate cubierto con flores estaba sobre la encimera de la cocina. Mi madre se encontraba de pie al otro lado y en la mano sostenía el enorme cuchillo que estaba usando para cortar y servir el pastel en los platos de postre. El cabello se le estaba soltando de entre los pasadores con los que se había peinado.

—¿Chocolate? —Arrugué la nariz, pero ella siguió sirviendo cuadraditos perfectos de pastel en los platos.

—Sí, Felix, a ti te gusta el chocolate —me informó mi madre.

—¡No, no me gusta! —Me crucé de brazos—. ¡Odio el chocolate! ¡No pienso probarlo y no puedes obligarme a hacerlo!

—¡Felix!

El cuchillo tenía algo de chocolate en la punta y apuntaba en mi dirección, pero no me sentí amenazado; si hubiera sido así, todo habría resultado diferente. Yo sólo quería continuar con mi berrinche.

—¡No, no, no! ¡Es mi cumpleaños y no quiero chocolate! —grité y luego pataleé lo más fuerte que pude.

—¿No quieres chocolate? —Mi madre me miró con sus grandes ojos azules llenos de incredulidad. En su fulgor detecté una nueva clase de locura, y entonces el miedo comenzó a apoderarse de mí—. ¿Qué clase de niño eres, Felix? —Rodeó la mesa a paso lento y se dirigió hacia mí. En su mano el cuchillo tenía un aspecto mucho más amenazante que unos segundos antes.
—Estoy segura de que no eres mi hijo. ¿Qué eres, Felix?

Retrocedí sin despegar la vista de ella; parecía enloquecida. La bata se le resbaló de los hombros y quedaron a la vista los delgados huesos de sus clavículas y el camisón negro que llevaba debajo. Dio un paso al frente con el cuchillo apuntando directamente hacia mí; debí gritar o salir corriendo, pero me quedé paralizado.

—¡Estuve embarazada, Felix! ¡Pero tú no eres el bebé que di a luz! ¿Dónde está mi bebé? —Las lágrimas asomaron en sus ojos y yo me limité a sacudir la cabeza—. Tal vez lo mataste, ¿no es verdad?

Arremetió contra mí exigiendo a gritos que le dijera qué había hecho con su verdadero bebé. Me hice a un lado justo a tiempo, pero me arrinconó en una esquina. No podía moverme, por lo que me quedé pegado a los anaqueles de la pared; estaba claro que ella no tenía intención de dejarme escapar.

—¡Mamá! —gritó Changbin desde el otro lado de la cocina.

Mi madre parpadeó al reconocer la voz del hijo al que sí amaba. Por un momento creí que su presencia la contendría, pero sólo la hizo percatarse de que el tiempo se le estaba acabando, así que levantó el cuchillo.

Changbin se lanzó contra ella, pero no pudo evitar que la hoja del cuchillo atravesara mi camisa y me rasgara la piel del estómago. Mi ropa se llenó de sangre y el dolor me invadió, lo que me hizo sollozar a pleno pulmón. Mi madre forcejeó con Changbin; se negaba a soltar el cuchillo.

—¡Changbin, él asesinó a tu hermano! —insistía, mirándolo con demencia—. ¡Es un monstruo! ¡Tenemos que detenerlo!

1.Travesía - ChanlixDonde viven las historias. Descúbrelo ahora