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Desperté con el alivio de un descanso bien merecido. Un nuevo día, un nuevo comienzo. Me aferraba a la esperanza de que este principio fuera distinto, que algo bueno se estuviera gestando. Hoy pasaríamos el día en la playa, y al caer la noche, nos alejaríamos de la agitada New York para disfrutar de la tranquilidad de las afueras.

Mi mayor anhelo siempre había sido ver a mis hijos crecer en un entorno seguro, lejos de los peligros que el mundo pudiera arrojarles. Pero, ¿sería posible? Me negué a dejar que las dudas me consumieran. No hoy. Hoy elegiría pensar en positivo.

El amanecer se coló por las ventanas, y sin pensarlo dos veces, me levanté como si fuera parte de una rutina bien ensayada. Tomé la ropa que usaría, me dirigí al baño y, luego de una rápida ducha, empecé a despertar a los gemelos. Mientras ellos se cepillaban los dientes, fui a levantar a Brian.

—Vamos, arriba, campeón —le dije mientras le despeinaba el cabello—. Al baño antes de que se nos haga tarde.

Mientras Brian se bañaba, aproveché para vestir y bañar a los gemelos. Bajé con ellos a la cocina, donde Mía ya estaba ocupada con el desayuno.

—Buenos días, Mía —la saludé entrando a la cocina—. ¿Te ayudo con algo?

—No te preocupes —respondió sin siquiera voltear—, Sebastián se encarga del desayuno hoy.

Estaba por contestarle cuando oí una voz burlona detrás de mí.

—Ahora soy su esclavo, cuñadita —dijo Sebastián, sonriendo con un aire exagerado de resignación.

—De algo debes servir, cuñadito —respondí con una sonrisa traviesa.

Justo en ese momento, mi celular comenzó a sonar. Lo tomé y salí al jardín para contestar.

—¿Hola? —dije, mientras observaba el sol comenzar a elevarse en el cielo.

—Hola, Valeria —respondió la voz al otro lado. Era Gisele.

—¡Gisele! ¡Qué sorpresa! ¿Cómo estás?

—Estoy bien, solo que... —dudó un momento, lo que me puso en alerta—. No sé cómo decirte esto…

—Solo dímelo —la animé—, ¿te pasó algo malo? ¿Necesitas que viaje a Tokio?

—No, no es eso… —se la escuchó respirar hondo, como buscando valor—. Estoy embarazada.

Ya lo sabía, claro. Pero decidí seguirle el juego, dejando que fuera ella quien me lo dijera.

—¡Wow! ¡Esto es increíble! —le dije, genuinamente emocionada—. No te imaginas la felicidad que me da saberlo.

Rapidos y furiosos: Una historia de amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora