4| Átomo

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4| Átomo


Emma

Sé que no sabía qué hacer con mi vida, o a qué dedicarme, pero también sabía qué es lo que no quería hacer. Siempre había sido buena en matemáticas, se me daban muy fáciles los números y podía resolver ecuaciones en quizá tan solo un minuto. Dado a esta facilidad que tenía y la cual creo que era un privilegio tener, mi familia quería que estudiase una carrera relacionada a las matemáticas; para ser más exactos: profesorado de matemáticas. ¿El problema? Es que yo no me veía en un futuro levantándome por la mañana para ir a dar clases de matemáticas a las escuelas, no me veía preparando clases una vez llegar a casa o corrigiendo exámenes. No me veía haciéndolo y no quería hacerlo.

Mi familia no lograba comprenderlo, según ellos, no tenía cómo saber si me gustaba o no porque nunca lo había probado, pero en mi opinión, uno en la vida ya sabe más o menos qué es lo que le gusta y qué es lo que no. Y lo mío está más que claro que no era dar clases.

Y que sea buena en los números tampoco significaba que tenía que estudiar algo relacionado a ello, porque me había fijado carreras en las cuales los números era algo principal y ninguna me había gustado.

Bueno, a esta altura nada en lo que me había fijado me había gustado. Podía contar con los dedos de las manos cuáles eran las cosas que me gustaban y disfrutaba hacer, y creo que gran parte de todas esas cosas no te aseguraban un futuro.

Porque ese era el otro problema –que era una completa mierda-, sean cuales sean las cosas que te gustan hacer, de todas maneras tienes que fijarte si esto tiene una maldita salida laboral en el futuro. Porque, aunque no queramos verlo, cuando pensábamos en una carrera que nos gustaría estudiar, inmediatamente se nos venía a la cabeza si eso en un futuro tenía salida laboral.

Y créanme, hay personas que tienen muy claro qué es lo que quieren hacer en la vida, pero terminan decidiendo hacer otra cosa por miedo a que eso que les gusta no funcione en un futuro.

Otra cosa que no me gustaba era sacar yuyos. Dios, como detestaba la jardinería, pero el jardín de Matt necesitaba con urgencia ser arreglado y yo, cada vez que miraba por la ventana, no podía aguantar verlo tan feo. Porque de verdad estaba feo. Mi jardín daba vergüenza a comparación con el de Austin, que se molestaba en regarlo todas las mañanas, al igual que todas sus plantas en el porche.

Era como el chico de las plantas.

Así que, ayer cuando fui de compras para reponer mi alacena y nevera, compré unos guantes de jardín de un color azul y rojo que me quedaban un poco grandes, y está mañana me adentré a la selva amazónica que era el jardín de Matt. Con la gran diferencia de que la selva amazónica era mucho más bonita que este jardín.

Estaba arrodillada luchando con un maldito yuyo que al parecer estaba negado a abandonar la tierra, cuando escuché una puerta cerrarse y unos ladridos a mis espaldas. Ayer también había escuchado unos ladridos, así que seguro que alguno de mis vecinos tenía un perro.

Ni siquiera me voltee a mirar de quién se trataba, sino que seguí luchando con el yuyo que me estaba colmando la paciencia hasta que…

—¡Cuidado, Emms!

El grito de Austin me sobresaltó, y cuando fui a voltearme para ver qué demonios había querido decir con eso, una bola marrón y peluda se abalanzó hacia mí haciéndome perder el equilibrio y caer de culo al piso.

Todo lo que somos juntos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora