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Agustín iba en silencio en el asiento del copiloto, viendo su teléfono, parecía leer algo, mientras mordía su uña quitándole el esmalte rosa. Marcos lo miraba de reojo pensativo, no sabía que estaba pasando con él, ni cómo había soltado aquellas palabras antes de besarlo y que subieran al auto, para ahora, estar en camino a su casa.

Marcos tenía un malestar en todo su cuerpo, no era físico, sino más bien emocional, estaba haciendo tantas cosas últimamente por el adolescente a su lado que comenzaba a delirar, cuestionándose a si mismo. ¿Desde cuando llevaba a alguien a su casa? O peor aún, ¿Por qué se sentía de esa forma, besarlo?

Aún no podía responder a ello, pero todo era demasiado extraño, la forma en la que se sentían sus manos cuando no podía tocarlo, y lo débil que se volvía su cuerpo cuando Agustín posaba su rostro en su  pecho. Lo hacía sentir fuera de lugar, y por ello lo apartaba de el rápidamente, porque el hacía desear abrazarlo.

Marcos nunca abrazaba.

Agustín se volvía un delirio para él, como una necesidad insaciable, lo deseaba con tantas ganas porque él tenía una especie de electricidad la cual le contagiaba con cada roce. Nunca había dormido tan bien hasta que compartieron su cama, y deseo que Agustín pudiese dormir siempre a su lado. Ese día, aunque no quería dormir por la euforia en su pecho, Marcos logró hacerlo soñando, y lo único que vio en aquel sueño fueron los ojos del castaño.

Tenía miedo, mucho miedo. Porque llegaría el momento en que él ya no deseara verlo de nuevo, y entonces volvería a tener ese vacío en su estómago, que sin darse cuenta, Agustín llenó en solo segundo, cuando le dijo que nadie más le haría daño.

Agustín se sentía tan suyo, lo deseaba suyo, que lo marcaba, marcaba su cuello para que todos lo supieran, para que nadie quisiera voltear a verlo. Pero lo hacía, porque nunca nada se había sentido tan bien, y no quería compartirlo, no lo haría.

Agustín era un puto ángel, y Marcos, el demonio, había caído en sus encantos.

—Agustín. Sonríeme— dijo mirando al frente.

—¿Qué?— despegó la mirada de su teléfono.

—Sonríeme, así sabré que me aceptas de verdad.

De repente Agustín se quedó en silencio, estaban a una calle de su casa, así que estaciono el auto bajo un árbol que les brindaba sombra y encendió una luz led morada, para verse con claridad. Marcos se puso de lado mirándolo, los ojos extraordinarios de Agustín lo veían confundido, sus cejas gruesas estaban levemente fruncidas y sus carnosos labios entreabiertos.

—¿Te importa que te acepte?— preguntó.

Entonces Marcos tragó saliva aclarándose la garganta, no quería decirle que lo hacía sentir así, pero tampoco podía guardárselo.

—Tal vez mi pija no es lo único de mí que siente algo— murmuró mirándolo fijamente. Agustín alzó las cejas y ladeó una sonrisa para luego remover su cabello sedoso con nerviosismo.

Agustín lo miró con cariño, uno que lo sofocaba, y para romper aquella mirada, Marcos se acercó a él sujetándolo de la cintura y posando sus labios en los suyos, deseoso de sentirlos, Agustín comenzaba a besar mejor, incluso atreviéndose a morder el labio de Marcos con delicadeza, era fascinante como era incapaz de devolverle el salvajismo que Marcos le brindaba siempre.

—Te adoro— murmuró Agustín al separarse, Marcos frunció el ceño un poco enojado.

Fue como un balde de agua fría oír aquellas palabras, nadie nunca se las había dicho, y que salieran de su boca le había hecho sentir expuesto, Marcos no tenía porqué estar con mariconerías.

𝙼𝙰𝙻𝙳𝙸𝚃𝙾 ; 𝙼𝙰𝚁𝙶𝚄𝚂Donde viven las historias. Descúbrelo ahora