18. LA SALIDA

2 0 0
                                    

Puedo ver los primeros siete días de las vacaciones de semana santa con los ojos cerrados, riendo acerca de lo que hicimos, porque sabíamos que tarde o temprano los demás lo notarían, y de todos modos quisimos esconderlo un poco. Las ocasiones en las que pudimos vernos sólo tú y yo fueron escasas durante ese periodo, porque no sabíamos cómo lo tomarían nuestros amigos, y tratamos de aparentar que no existía nada entre nosotros.

Fue más complicado de lo que pude llegar a pensar, porque había casi veinte días desde la noche en la que nos comprendimos como un nosotros, y ellos estaban todo el tiempo cerca porque no teníamos la responsabilidad escolar. Sé que si les hubiéramos dicho que queríamos ir a ese restaurante sólo tú y yo lo habrían entendido, pero éramos un par de cobardes y no queríamos ninguna clase de sospecha. Tal vez era más que obvio para todos, sobre todo cuando Gerardo entro al baño público del lugar, y casi nos vio en medio de un beso, donde sólo pudimos poner de excusa que tenía algo dentro del ojo.

— ¿Y no te la podías haber quitado frente al espejo?

— Nop —respondí—. Estaba en mi ojo, ¡no podía ver!

Estaban por terminar las vacaciones, quedaba sólo ese fin de semana y, como era costumbre, Gabriel y Paula se quedaron a cenar en casa. Gabriel y yo tomamos la decisión de anunciarnos ante todos ellos, porque sabíamos que de igual modo no podríamos ocultarlo mucho más de esas tres semanas. Tal vez fue una de las cenas en las que estuve más nervioso, y cada poco tiempo dirigía mi mirada a los ojos de Gabriel pidiendo apoyo sin poder recibirlo. Él se veía muy tenso, a mí me sudaban las palmas de las manos.

— Oigan —llamé la atención—. Hay algo que debemos decir.

Gabriel detuvo su cuchara a medio camino hacia su boca, dejando ésta abierta, antes de girar la cabeza varias veces para permitirse hacerse a la idea. Todos los demás posaron su atención en mí.

— ¿Tenemos? —preguntó mi papá.

— Sí —respondí—. Yo y...

— Yo. —Gabriel se puso de pie, aún más tenso.

Mis papás se miraron entre ellos, Paula sonrió un poco, Gerardo se veía igual de serio que siempre, pero interesado. Yo estaba más que nervioso, mis manos sudaron aún más, mi corazón se aceleró a límites que no sabía que podía llegar, e incluso escuchaba mis propios latidos.

— Gabriel y yo... —me trabé. Pasé saliva.

— Ajá... —mi papá hizo un gesto con la cabeza para que continuara.

Entonces, como un salvador, Gabriel tomó mi mano, y yo dejé que mis dedos se entrelazaran en los suyos, cerrando los ojos por miedo a ver la reacción inmediata. Entonces escuché a Paula tragar aire antes de gritar con la boca tapada por su mano, y al abrir los ojos vi a mis papás sonriéndonos, y a Gerardo, con una sonrisa muy pequeña, pero un fuerte mensaje en la misma: Te quiero, hermano.

— Gané la apuesta —dijo mi papá.

— ¿Apuesta? —pregunté rápidamente.

— Te está molestando, Abel —me dijo mi mamá—. Ya sabes cómo es. —Le dio un golpe en el hombro—. Pero te pago después.

— ¡Mamá!

— ¡Es una broma! —Se rio de nuevo—. ¡En serio!

— Abel —habló mi papá— sabíamos que esto iba a pasar. Tal vez no con Gabriel, eso sí fue sorpresa, pero sabíamos que así sería.

— ¿Desde cuándo?

— Las mamás sabemos todo —agregó ella—. Y yo se lo advertí a tu papá. Le dije "Bruno, el niño no es como los otros hombres. Yo no tengo ningún problema con eso, lo amo como es. Pero si tú llegas a herirlo o hacerlo sentir mal, te juro que te olvidas de mí". A lo mejor no usé esas palabras, tal vez usé unas más duras, y unas que no serían admitidas en un horario de una cena familiar.

Mírame Como Te MiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora