Rocola en tragedia

8 2 0
                                    

—Me sorprende que hayas confiado en ella como para dejarla encargada de tu dinero— manifestó el borde, siguiéndome a la cocina luego de haber desconectado el ventilador de la sala.

—Pues confío más en ella que en ti —aseguré, colocando la tarta sobre la mesa.

Rio levemente.

—A penas la conoces, puede robarte —advirtió, reconectando la fuente de aire.

—¿Por qué tendría interés en hacerlo? Su esposo es el dueño de una finca —informé, buscando y sacando todos los utensilios para servirme un pedazo del suculento postre—. ¿Para qué es eso? —pregunté, señalando las notas adhesivas y el bolígrafo que reposaban sobre la encimera.

—Son para que dejemos escrito en dónde estaremos en caso de que ninguno de los dos esté en casa —respondió, apoyándose sobre esta.

—Ya —pronuncié, regresando a la mesa con cuchillo y tenedor en mano.

—Como decía. No sé si lo sabías, pero la codicia corrompe.

—Claro, como si fuera a obtener millones de euros por unas naranjas. Además, ¿por qué te interesa tanto? —cuestioné, deteniendo el corte de la tarta para dirigirle una mirada retadora—. ¿Por qué de repente te volviste tan amable conmigo?

—¿Quién dijo que estoy siendo amable contigo?

—Pues no lo sé... Quizás el hecho de que me hayas comprado un colchón y un ventilador, o el que me hayas traído un catálogo para saber el precio de las piezas de la bicicleta.

—Solo lo hice para que pagues pronto todo lo que he gastado en ti.

Sonreí.

—Debí suponerlo —dije, terminando de cortar el pedazo de tarta para luego tomar asiento.

—¿Solamente vas a cenar eso?

—Sí. ¿Algún problema?

Esbozó una sonrisa y negó con la cabeza. Luego sacó su plato y se sirvió un buen pedazo de tarta para después sentarse frente a mí a comerlo. Cada vez que él se descuidaba, lo miraba de reojo en un intento de descifrar sus intenciones. Ninguno de los dos nos dirigimos palabra y, sinceramente, era lo mejor. Tenía demasiadas cosas en las que pensar y bastante molesto era ya tener que convivir casi veinticuatro horas del día con ese imbécil. Además, estaba de más decir que no se podía entablar ninguna conversación pacífica o siquiera interesante con él.

—Leamos tu... tragedia —articuló, tomando la carta que había dejado sobre la mesa junto a mí.

—¡Devuélveme eso! —exclamé, intentado arrancársela de la mano.

—Tranquila, ni que fuera tu diario.

—¡Eso es privado!

—¡¿Privado?! No sabía que te llamabas... —balbuceó, leyendo el sobre— Sofía Navarro Aguilar. Como que la carta te llegó un poco tarde, ¿no? Creo que lo de privado dejó de serlo desde que decidiste invadir la privacidad del antiguo dueño —aseguró, dedicándome otra de sus arrogantes sonrisas.

—Arg.

Con el lejano sonido de la radio ambientando el lugar, se dedicó a leerla.

—Menuda música la que escuchas —comentó, sin despegar la vista del papel.

Reí levemente.

—Tú no sabes nada de música —afirmé.

—Rétame.

—¿Qué?

—Pregúntame sobre música y te aseguro que sabré más que tú —rebatió, observándome fijamente.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora