El primer adiós

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—Hola —saludó Esteban al verme entrar a la casa tras mi casual jornada laboral de los martes.

—Hola.

—¿Qué tal tu día? —indagó, levantándose del sillón para aproximarse.

—Bien... —respondí, entrecerrando los ojos por tan súbito interés.

—Hablé con Carmen hace rato.

—¿Y? —pronuncié, hincándome para cargar a Blanca.

—Bueno... han encontrado al dueño de Blanca.

Dicha afirmación me congeló por unos segundos.

—Yo soy la dueña de Blanca —aseguré, acariciándola mientras la observaba detalladamente.

—Adela.

—No —vociferé—. Yo soy su dueña. Yo la encontré y he estado cuidando de ella todo este tiempo. Ellos la abandonaron.

—Ella se escapó.

—Pues seguramente por la pésima clase de granja o finca en la que se encontraba. Además, debieron haberla cuidado mejor para evitarlo.

—A cualquiera podría pasarle, y sabes bien que no podemos conservarla.

—Podríamos dejarla con Germán.

—Él solo cuida vacas.

—¡No pienso devolver algo que es mío! —dictaminé, dedicándole una mirada tan severa que, junto con el grito, lo sobresaltaron.

Me dirigí velozmente hacia mi habitación para luego cerrar la puerta de un golpe ensordecedor. Tomé asiento sobre el suelo y coloqué a Blanca entre mis piernas mientras entretenía mis dedos con la espesa textura de su pelo. Antes de venir a Illán de Vacas, estaba acostumbrada a considerar como de mi propiedad todo lo que me era dado o cualquier cosa que captara un mínimo de mi atención. Pero ahora todo era distinto, la satisfacción y el sacrificio de la independencia me habían enseñado que muy pocas cosas en mi vida podía llamarlas y sentirlas verdaderamente mías. Aunque se tratara de una simple casualidad, Blanca había caído en mis manos como un anillo al dedo. No sabía si ella me encontró o yo a ella, pero ese inocente animal había conseguido evocar un vacío que nunca creí que volvería a necesitar o incluso llenar. No quería dejar ir a una parte de mí, por más pequeña e insignificante que pareciera. Volví a sentirme como una niña, pero ya no lo era. Ya no podía esconderme en mi habitación para evitar que la apartaran de mí, ya no podía ir corriendo hacia mi padre para pedirle que la comprara sin importar el precio. No sabía si arrepentirme de haberla traído conmigo aquella tarde y serle completamente indiferente para evitar sentir el amargor de un adiós, pero aquel tentativo rechazo se disipó al tomar su rostro encantador entre mis manos y observar sus peculiares ojos muy de cerca.

—No podría ignorarte, aunque quisiera. Quieres regresar a la finca, ¿verdad? —pregunté como si pudiera entenderme.

Recibí un berrido como respuesta. Suspiré, la tomé nuevamente entre mis brazos y la abracé como hace años lo hubiera hecho con un peluche. La acerqué tanto a mí como si pudiera esconderla dentro del espacio que se había ganado en mi corazón. La cargué y abrí la puerta, encontrando a Esteban recostado sobre el muro de al lado, leyendo un libro. Se puso de pie al oír el leve rechinido de la puerta.

—¿Cuánto tiempo llevas allí? —interrogué sin dirigirle la mirada más que a Blanca.

—Lo suficiente para terminar medio acto de Hamlet.

—¿Cuándo hay que devolverla?

—Mañana por la tarde.

—Vale, pero solo la dejaré si la finca me convence —sentencié antes de descender a la planta baja.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora