Hic et ubique

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Tras llegar a la ciudad para nuestro recorrido turístico del lunes, Esteban dejó el coche en el aparcamiento de Santo Tomé porque, según él, se apreciaba mejor todo movilizándose a pie, una opinión que por esta vez también compartía. Empezamos por visitar la catedral de Toledo. Ya desde la entrada tenía la seguridad de que mi vista no volvería a bajar hasta que saliéramos de aquel sitio de significativa magnitud. Me detuve y busqué el mejor ángulo para hacerle una fotografía a la imponente y finamente tallada fachada. De no haber sido por la escasez de papel fotográfico y tiempo, me hubiera animado a darle varias vueltas al lugar sagrado para hacerle varias. Tal como lo prometió, Esteban pagó por los boletos y, además, tenía el día perfectamente planeado. Aparte de una libreta con lugares y horarios específicos, cargaba una mochila que, a pesar de su tamaño, parecía tener lo necesario para cualquier imprevisto. Al entrar, había gente rondando por la catedral, y la amplitud era tal que los hacía parecer hormigas. Instintivamente, volví a elevar la mirada hacia el interminable techo antes de ver cómo Esteban se arrodillaba y se persignaba. Avancé por el lado derecho, y lo primero que captó mi atención fue la capilla mayor y su destellante color dorado. Me pegué contra la reja para poder verla mejor, aunque evité tocarla por miedo a deteriorarla. «Increíble», me maravillé. Tenía más detalles de los que podría haber imaginado y un esplendor indescriptible. Metí la cámara dentro de la armazón de hierro para poder tomarle una fotografía mientras volvía a sentir la presencia de Esteban a mi lado.

—Tú que investigaste antes de venir... ¿Me explicas un poco sobre el altar? —pedí.

—Mis servicios turísticos tienen un precio —respondió.

Lo volteé a ver, intentando descifrar algún rastro de seriedad, pero su pronta y amplia sonrisa me hizo entender que bromeaba. Después de recibir de mi nuevo guía turístico todo el conocimiento sobre esa primera parte de la catedral, continuamos la visita hacia el lado izquierdo, pasando por el deambulatorio.

—¿Crees en Dios, Adela? —indagó.

—Sí, pero siento que es algo que no va conmigo.

Rio levemente.

—Dios no es un accesorio de moda. Tal vez te dé miedo averiguar quién es porque representa algo que no puedes comparar. O tal vez sea porque te da miedo ser juzgada y sabes que es capaz de quitártelo todo.

Nos plantamos frente a la Capilla de la Virgen del Sagrario.

—O quizás porque simplemente no lo entiendo y prefiero mantenerme al margen. Y no me da miedo ser juzgada.

—Yo diría que sí, pero solo por las personas que te importan.

—¿Por qué hay un sombrero colgado allí? —pregunté, señalando dicho objeto que colgaba de la esquina derecha.

Esteban dirigió la mirada hacia el lugar indicado.

—Se llaman capelos. Su color y el número de borlas simbolizan el cargo del fallecido, ya sea obispo, cardenal y demás. Se dice que cuando se caen, significa que la persona ya entró al cielo.

—¿Alguien ha visto una caerse alguna vez?

—Es lo más seguro. Quién sabe si por rezar un Ave María puedas llegar a ver uno caerse.

Rodé los ojos.

—Buen intento, pero no ganarás nada volviendo a sacar el tema. No pierdas tu tiempo.

Pasamos toda la mañana apreciando la historia y belleza de la catedral y, aunque el tiempo no fue suficiente, probablemente nunca lo sería. Mientras comíamos en el restaurante Santa Fe, cerca de la plaza de Zocodover, Esteban aprovechó el descanso para contarme algunos datos acerca del Arco de Sangre bajo el cual habíamos pasado hace un rato. Dicha construcción pasa desapercibida por la mayoría, ya que el monumento de Cervantes captaba toda la atención al cruzar, y yo no fui una excepción. La que solía llamarse la puerta de los caballos y que era parte de una muralla en tiempos de la invasión musulmana, alberga en la parte superior una réplica del Cristo de Sangre; de allí su nombre. Esta imagen solo podía apreciarse por el público durante la Semana Santa, y su ubicación corresponde a la vieja costumbre árabe de colocar oratorios sobre las puertas y arcos para asegurar un buen viaje a todo el que la cruza. Es custodiada por la Cofradía del Cristo de la Sangre, que se encargaba de asistir espiritualmente a los fallecidos y ajusticiados, mientras que la Cofradía de la Santa Caridad se encargaba de encontrar los medios para darles un entierro digno. Tanto la plaza como el arco ejercieron varias funciones. Los cuerpos de los difuntos eran expuestos en el centro de la plaza, excepto en las festividades, con la finalidad de recaudar fondos para su entierro y, una vez teniendo el dinero suficiente, los retiraban para sepultarlos. Se celebraban misas bajo el arco para que los vendedores no se quedaran sin oírla. Sin embargo, el nombre del arco no solo se debía a la imagen de Cristo. Una vez que un criminal era sentenciado a muerte y a la salida de la ejecución, los cofrades de la Sangre de Cristo se encargaban de acompañarlo y recorrer la ciudad pidiendo limosnas hasta que muriera.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora