El verdadero culpable

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Al entrar a la casa de Illán de Vacas por el pasillo, todo parecía distinto, sin haber cambiado su esencia. Los desabridos portalámparas habían sido reemplazados por lámparas colgantes campestres que parecían traídas de un castillo medieval. Había un aparador en el comedor lleno de cristalería y una vajilla completa de porcelana, además de una mesa y sillas nuevas. Las paredes tenían varios cuadros sin fotografías colgados. Todos aquellos elementos la hacían sentir más habitada de lo que Esteban y yo pudimos haberla hecho parecer hace meses.

—Pedí que le agregaran unas cuantas cosas —informó este último sobre la silla de ruedas que empujaba Carlos—. También pedí que no tocaran tu cuarto secreto.

Me volteé hacia él y le dediqué una sonrisa.

—Instalaron aire acondicionado —añadió, guiñándome un ojo.

Reí levemente.

—Como yo ya hice mi parte, te toca a ti llenar los cuadros con fotografías —prosiguió.

Sus ojos amenazaban con cerrarse y sus labios se esforzaban por mantener la sonrisa, así que me ofrecí para ayudarle a subir para que pudiera descansar. Frente a los escalones, se impulsó de los agarradores de la silla de ruedas para sostenerse del pasamanos a su lado izquierdo y de mis hombros del derecho. Por mi parte, sentía que, por su ínfimo peso, estaba sosteniendo su exitencia más que su cuerpo.

—No me dejes caer esta vez, por favor —pidió en un jadeo, antes de subir el primer escalón.

Reí levemente.

—Tenemos a Carlos para amortiguarnos la caída, no te preocupes —dije.

Rio. A lentitud caracol, la madera rechinaba a cada escalón que subíamos. Esteban se tomaba unos cuantos segundos cada dos escalones para recuperar el aliento, y yo podía sentir cómo su corazón se empeñaba titánicamente en mantener el resto de su cuerpo con vida durante tal esfuerzo. Debía asentar mi agarre, ya que sus fuerzas ya no le bastaban para soportar su propio peso. Al llegar al primer piso, Carlos desplegó la silla y Esteban se dejó caer.

—Gracias —pronunció en una exhalación.

—Yo lo llevo, gracias —le indiqué al médico.

Lo llevé hasta mi habitación, ahora con dos camas, para que descansara por el resto de la tarde.

***

Al día siguiente de nuestra llegada, pasamos el día cumpliendo los deseos de Esteban. En la mañana, antes de que este saliera para dirigirnos todos juntos a la finca de los Salas, presenté a mis padres y a mis vecinos. Con su cordial actitud de siempre, Carmen recibió a mi padre y a Verónica tan efusivamente como si se trataran de viejos amigos. Ambas partes, cuyas generaciones estaban próximas, no tardaron en entablar una animada conversación. Aunque el aspecto de Esteban hablaba por sí solo, era evidente que este último no les había mencionado nada de su estado de salud. Así que aprovechamos la ocasión para contarles lo que estaba ocurriendo para evitar momentos incómodos e imprudencias. Definitivamente, los había tomado por sorpresa, ya que Carmen tuvo que hacerle de tripas corazón para no llorar cuando este salió de la casa en silla de ruedas.

Más tarde, tras haber disfrutado el tranquilo ambiente campestre y antes de emprender camino hacia la ciudad, Esteban decidió pasar por la finca en donde vivía Blanca. Aunque había insistido que lo hacía por él, yo era la única que conocía sus verdaderas intenciones. Después de bajarnos del coche, fuimos al encuentro de Juan, quien reconoció a Esteban al instante, pero que no supo disimular su cara de asombro por su lamentable estado. Sin embargo, el convaleciente optó por restarle importancia, como solía hacer. Tras saludarnos, le ofrecí una disculpa por mi comportamiento la última vez que nos vimos, la cual aceptó de buen gusto. Luego, se dirigió hacia uno de los corrales y llamó a mi anitgua mascota; esbocé una sonrisa al escuchar de que no le había cambiado el nombre. La llamé cuando salió del corral y, al reconocer mi voz, se precipitó en mi dirección. Me arrodillé sobre el terroso suelo y, con una amplia sonrisa de felicidad, la abracé. Su crecido tamaño me hacía ver todo el tiempo que había pasado desde nuestra despedida, pero mi afecto por ella era algo que nunca cambiaría.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora