Tú sabes qué hacer

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Los días siguientes se resumían en la nada, en una monótona rutina que preocupaba a todos a mi alrededor, pero me mantenía en cierta estabilidad. Me levantaba de la cama cuando el dolor me daba tregua de tanto llanto y comía solo si mi estómago me lo exigía a gritos. Iba a la biblioteca para leer, con la esperanza de que Esteban se apareciera para continuar con su lectura junto a mí. O entraba a mi cuarto secreto, creyendo que lo encontraría leyendo uno de mis cuadernos sin mi permiso. Por las tardes, daba un paseo por el jardín, deseando que saliera de un arbusto abruptamente para asustarme o verlo sentado en una banca esperando por mí. Cuando llegaba la noche, me acostaba junto a su cama con la ilusión de verlo entrar por la puerta para dormir junto a mí. Sin embargo, nunca aparecía y me sumía en un amargo llanto que duraba hasta la madrugada del día siguiente.

Cuando vivía, Esteban se había vuelto parte de mi rutina y, aún así, lograba hacer de cada día uno único e inolvidable. De modo que, por más que intentara recordar cómo eran mis días antes de conocerlo, mi vida antes y después de él ya no existía para mí. Mi padre y Verónica habían intentado sacarme de esa especie de trance insano, pero mi dolor aún no me lo permitía. Quizás yo no me lo permitía y me aferraba a la idea de que Esteban seguía en alguna parte. Quería pensar que se había ido tan inesperadamente como la última vez y volvería a hallar la manera de encontrarlo. Pero la única manera de poder hacerlo era soportar su ausencia día tras día hasta que llegara mi fin. Sin embargo, sin él, una gran parte de mí ya estaba muerta.

Ocho días después de la muerte de Esteban, fuimos a misa todos juntos para conmemorarlo. El paso de los días no tenía ningún efecto en mí, ni alentador ni agravante. Pero ese día, al regresar a casa y entrar a la habitación de Esteban, todo se había ido. No quedaba rastro de nada; no era más que un cuarto vacío. Al constatar que me habían arrebatado la tranquilidad, mi pulso comenzó a acelerarse de la desesperación. Fui velozmente al encuentro de mi padre para exigirle una respuesta. Este me dijo que había sido la voluntad de Esteban hacer desaparecer todas sus cosas ocho días después de su muerte. Presté oídos sordos y, gritando desde lo más profundo de mi garganta, le solté una extensa lista de quejas. Luego, por primera vez en varios días, sentí la necesidad de citar a Nick en el Freixa para desahogar mi ira.

—No puedo creer que lo haya hecho —protesté entre dientes.

—¿No crees que Esteban lo pidió por una buena razón?

—¿Qué? —cuestioné, frunciendo el ceño.

—De no haber sido por lo que hizo tu padre, no hubieras salido de casa. Basta con mirarte para saber que no has dormido, ni comido bien ni salido en días.

—Eso no tiene nada que ver —vociferé, cruzándome de brazos—. Esas eran las únicas cosas que tenía para recordarlo y me las ha quitado.

—Sabes que eso no es verdad.

—¡¿Qué?!

—Esteban no está en todas esas cosas.

—¡¿Tú cómo vas a saberlo?! —exclamé, inclinándome violentamente hacia el frente—. ¡Tú no sabes lo que es perder a alguien que significó mucho para ti! ¡Además, eres tan insensible que nunca lograrás comprenderlo!

Suspiró.

—Tal vez sea un insensible y no haya perdido a alguien como tu dices, pero sí sé que la vida sigue y tú no pareces estar consciente de eso.

Bufé y rodé los ojos.

—Le prometí que te ayudaría y, aunque no me lo hubieran pedido ni tú ni él, lo hubiera hecho porque eres mi amiga —prosiguió Nick—. Mis cualidades no son las mejores para dar ánimo o hablar de estas cosas que requieren de mucho tacto, pero me lo estás haciéndo muy complicado con tu falta de cooperación y empecinándote en no recibirla.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora