¿En dónde encuentro un teléfono?

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Una vez prácticamente bañada en ungüento, nos dispusimos a bajar el colchón. El idiota insistió en cargarlo, pero me negué rotundamente. Ese colchón había sido el culpable de agravar mi malestar, y estaba de más decir que no quería nitocarlo, ni siquiera verlo. Así que lo volteamos verticalmente y lo arrastramos. Con repulsión y sin ánimos de que dicho objeto rozara mi piel, lo empujé lo más distanciadamente posible de mí.

—Vale, ahora tú empujarás suavemente mientras yo le doy dirección —ordenó el borde, de pie frente a las escaleras.

—Por qué no solo lo dejas caer, así llegará más rápido.

—Porque, si no, el pasamanos puede romperse, y tampoco creo que quieras que el colchón se rompa. Tendríamos otro problema más grande, considerando que podría esparcir a todos los bichos por la casa.

Exhalé, exasperada.

—Sé que te da asco, pero mientras más rápido nos deshagamos de él, mejor. Vamos.

Se puso de espaldas al colchón y comenzó a jalarlo hacia abajo mientras yo lo empujaba. Sin embargo, al sentir algo subirse sobre mi brazo, lo solté bruscamente para quitármelo de encima. El colchón cayó sobre el idiota, haciéndolo rodar por las escaleras hasta llegar a la planta baja.

—¡Esteban! —exclamé tras haber procesado el desastre que había ocurrido en tan solo unos segundos.

Corrí apresuradamente a su encuentro, me arrodillé sobre el suelo y empujé como pude el colchón para quitárselo de encima. Con ambas manos, tanteé su rostro a fin de despertarlo. Sus ojos, al abrirse súbitamente, me sobresaltaron, y surisa enseguida borró cualquier rastro de preocupación en mí.

—¡Imbécil! —me quejé, golpeándole el pecho con el puño.

—¿Te asusté? —se mofó, reincorporándose sobre el suelo y sosteniéndose el hombro derecho con la mano, el cual parecía haber recibido el impacto de la caída.

Bufé.

—¡Claro que no! —aseguré, cruzándome de brazos.

—Si no te importara, no te habrías asustado ni habrías dudado dos veces antes de tomar la tarjeta de crédito y el coche y dejarme aquí.

—Créeme que lo haría si pudiera, pero mi padre me mataría. Encontrarían tu cadáver tarde o temprano y me culparían de haberte asesinado. No te creas tan especial.

—Es que no me creo especial, lo soy —contestó con media sonrisa arrogante en el rostro. Rodé los ojos.

—Claro —dije, poniéndome de pie. —Saquemos esta prominente fuente de suciedad de una vez por todas.

Llevamos el desafortunado colchón a una de las varias casas que quedaron en ruinas y regresamos a casa. Luego delavar los platos que usé para el desayuno y el borde me enseñara a usar la máquina para lavar mi ropa de cama, regresé alcuarto secreto que había dejado de serlo. Empecé limpiándolo para luego añadirle mi toque personal y hacerlo mío. Junto al artículo de periódico que encontré, colgué las fotografías que había tomado del pueblo sobre la pared. Unos ganchos para ropa y un pedazo de soga de la lavandería fueron suficiente. Mientras organizaba sobre el escritorio las antiguas cartasque me quedaban por leer, el idiota se asomó por la entrada con la intención de entrar. Me volteé bruscamente.

—¡Ni se te ocurra dar un paso más! —sentencié, señalándolo con el dedo índice.

Este, con una hoja de papel en mano, se detuvo violentamente y alzó las manos a manera de rendición.

—De ahora en adelante, esta será mi habitación; yo la descubrí. Así que no te atrevas a entrar sin mi permiso —dictaminé.

—Por mí está bien, tengo una habitación menos que limpiar. Llamé a tu padre y me dijo que son cosas del antiguo dueño.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora