Ma rendi pur contento

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Dirigí mi mirada hacia ese punto y, cuando desafortunadamente se encontró con esa cara conocida, el chico me saludó, con esa sonrisa altanera de siempre, desde arriba. Le devolví el saludo antes de ignorarlo por completo y rodar los ojos.

—¿Lo conoces? —preguntó Esteban.

Bufé.

—Desgraciadamente, sí. Se llama Frederich Collins Ramírez. Es el hijo de un cliente inglés importante de mi padre. Nos conocimos cuando tenía quince años en una de las muchas reuniones de negocios. No lo he visto hace tres años.

—No te agrada...

—Ni siquiera he querido conocerlo. Tiene una actitud de pavoreal, pero en realidad tiene un carácter de perro chihuahua. Heredó los ojos azules y grandes de su padre y siente la necesidad de hacértelo saber abriéndolos como si tuviera la intención de que se desprendieran de sus órbitas. Además, como si fuera poco, no te los quita de encima con la sola intención de hacerte sentir incómodo o intimidarte por su magnificencia —me mofé y él rio—. Procura concentrar toda la atención en la única cualidad física que tiene; hace crecer su cabello lo suficiente para cubrir sus prominentes orejas y no puede hacer nada respecto a su sobresaliente nariz. Le agrada la música tanto como a ti, pero con intenciones distintas. Tú de verdad amas la música, él simplemente memoriza melodías y nombres y viene a este tipo de eventos para demostrar su categoría de adinerado y culto.

Tras la detallada descripción de mi desagradable conocido, continuó la otra mitad del concierto. No quise mencionarle a Esteban que el molesto prospecto me cortejaba cada vez que tenía la oportunidad, a pesar de mis claras indirectas de que no estaba remotamente interesada. Quería evitar amargarnos la noche dándole demasiada importancia, y existía la posibilidad de que Esteban tramara algo al enterarse. Sin embargo, esperaba no encontrarnos a Frederich al salir.

—Regreso en un momento —dijo mi acompañante, levantándose a media canción.

—¿Estás bien?

—Sí, solo voy al santiario.

—Vale.

Creo que no habían pasado ni cinco minutos hasta que decidí revisar la hora en el móvil. El evento estaba casi por terminar y, al elevar el cuello en todas direcciones en busca de mi acompañante, mi mirada se detuvo en el palco de mi lado izquierdo tras vislumbrar un par de rostros conocidos. «¿Papá?» me cuestioné lo evidente. No pude reaccionar ante la sorpresa, ya que los aplausos aclamando a la soprano regresaron mi atención hacia el escenario. Luego de que la cantante se retirara, Esteban apareció sobre este último, del lado derecho. Si los presentes estaban desconcertados por ver a un joven completamente desconocido en el mundo de la ópera preparándose para cantar, mi estupefacción no fue menor. Se posicionó con la cabeza alta en dirección al público y, luego de la melancólica introducción del piano, su cautivante voz de tenor comenzó a resonar sobre cada pared del teatro. Estuve reteniendo la respiración por la irrealidad del acontecimiento hasta que se detuvo por completo cuando sus ojos se fijaron en mí. Como si estuviera en un hermoso trance o un sueño que escapaba de la realidad, sonreí y parpadeé lo necesario para mantener los ojos húmedos. No tenía idea de lo que decía la canción, pero no era necesario comprender la letra; su voz, junto con su mirada, eran suficiente para expresar lo que sentía y quería decir. Además, estaba tan extasiada que ya nada ni nadie me importaba.

No recobré la conciencia hasta que todos alrededor aplaudieron, mientras yo seguía sin poder moverme y desprender mi mirada de él. Hizo una venia, se retiró y las luces se encendieron. Me puse de pie velozmente y, aunque sientiera el impulso de empujar a todo el que se cruzara en mi camino para encontrar a Esteban, tuve que armarme de paciencia para esperar a que los adultos de edad mayor salieran a paso de tortuga. Ya en el ambigú, me ponía de puntillas para intentar divisar a Esteban entre la variedad de cabezas calvas, blancas y grises.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora