No hay historias malas

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Verónica fue a verlo un par de veces durante la noche y la madrugada, y yo no había pegado ojo en toda la noche. Afortunadamente, a Esteban le bajó la fiebre alrededor de las tres de la mañana. Con los párpados pesándome como bloques de construcción, me entregué al sueño tras asegurarme de que el enfermo estuviera fuera de peligro. El sonido de mi alarma me despertó. Extendí la mano para alcanzar el móvil sobre mi mesa de noche y apagarla. Mi mirada adormilada esperaba encontrarse con un Esteban aún dormido, pero lo vio recostado sobre la cabecera, leyendo plácidamente sin soltarme la mano. Me reincorporé para estirarme un poco y soltar un bostezo.

—Buenos días —dijo, dejando su libro de lado sobre la mesa de noche.

—Buenos días. ¿Cómo te sientes? —pregunté, soltando mi mano de la suya para colocarla sobre su frente.

—Para estar muriéndome, yo diría que bien.

Esbocé una sonrisa y negué.

—¿Desayunaste?

—No, preferí esperarte.

—Vale. Tienes una cita médica a la once, así que más vale que vayamos preparándonos ya. Tu madre nos verá allá.

Esteban quería que fuéramos en su motocicleta, afirmándome que se sentía de maravilla. Su aspecto no estaba del todo mal, pero no quería arriesgarme a que su debilidad postfiebre nos jugara una mala pasada. Así que hice un puchero para que me dejara conducir hasta el Hopsital Universitario de La Paz y estacionar en el área de consultas. Entramos y, tras unos minutos de espera, lo ingresaron para hacerle unos exámenes. Verónica y yo queríamos acompañarlo, pero nos pidieron que esperáramos a pesar de nuestra insistencia. Pacientes, enfermeras y doctores pasaban de un lado a otro del pasillo de espera. Yo había traído un libro para distraerme durante la espera y Verónica, a juzgar por su maletín del trabajo, supuse que también tenía la intención de aprovechar el tiempo. Sin embargo, ninguna de las dos se movió; tanto como yo, estaba impaciente por que volviera Esteban.

—¿Crees que tiene miedo? —le pregunté.

—No, hace tiempo que ha dejado de temerle a la muerte —respondió, observándose las manos.

Asentí y me animé a mirarla de reojo. La fatiga y los trazos de llanto en sus ojos era evidentes, por lo cual me dio cierta vergüenza el haberle hecho esa pregunta. No era buena para dar ánimos bajo ninguna circunstancia, pero sí para cambiar de tema a fin aligerar situaciones.

—¿Cómo era Esteban de niño? —indagué.

Tal pregunta le sacó una sonrisa y todas las anécdotas hermosas que recordaba. Según las descripciones de Verónica, el pequeño Esteban era muy diferente de lo que había imaginado. Siempre creí que había sido uno de esos niños prolijos que usaban corbatines y camisas a cuadros, pero en realidad fue un crío al que le encantaba ensuciarse cada vez que veía la oportunidad de hacerlo y pasaba la mayoría de su tiempo usando zapatillas deportivas por su gran necesidad de mantenerse en movimiento. A pesar de demostrar señales de gran egocentrismo, parecía que todo su mundo se resumía en sus padres. Ambos estaban tan presentes en la infancia de Esteban, y eso se notaba en la manera tan minuciosa y detallada en que mi madrastra narraba la vida pasada de su hijo. Inclusive, llegó a darme envidia de la buena; después de todo, mi infancia siempre había sido un tema complicado de tratar. Antes de que Verónica pudiera relatar su adolescencia, el convaleciente regresó. Ambas nos pusimos de pie para recibirlo.

—¿Qué te dijo el médico? —interrogó mi madrastra.

—Me recetó más morfina y me dijo que debo hacer ejercicios leves. Desde ahora en adelante solo podré caminar.

Verónica esbozó una sonrisa y le acarició la mejilla. Este exahló pesadamente.

—Bueno, tengo que ir a la farmacia —agregó.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora