La promesa

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Al entrar a casa, el semblante apacible de mi padre se turbó automáticamente al ver quiénes venían a mis espaldas.

—Sorpresa —dije, dedicándole una sonrisa.

Inmediatamente, me dirigí hacia la sala para tomar a mi conejo mientras ellos se saludaban, pero la caseta estaba vacía.

—Cecilia, ¿has visto a Blanca? —pregunté, regresando al recibidor.

—La he devuelto —respondió mi padre antes de que ella pudiera hacerlo.

—¡¿Qué?!

—¿Creías que podías irte de esa manera sin castigo alguno? ¿Crees que se puede dejar a un animal de la noche para la mañana? Una mascota es una responsabilidad; era tú responsabilidad. Tú tenías que ver por ella, nadie más y fallaste en eso. No podía dejar morir al pobre conejo.

—¡Simplemente me fui un día y tú no estás en casa para saber eso!

—Cuidado con ese tono —vociferó, elevando el dedo índice.

Sonreí falsamente y me dirigí hacia mi habitación.

—¡Ve directo a tu habitación! —ordenó el señor de la casa.

Paré en seco y me sostuve del barandal del primer piso.

—¡Pues si creías que es un castigo, estás muy equivocado! ¡Por si no te diste cuenta, no he salido de allí en una semana! Y lo de Blanca... ¡No te va a funcionar!

Seguí mi camino con las quejas de mi padre de fondo. No bajé a cenar, tremendo disgusto me había quitado el hambre. Una vez en pijama, me dediqué a leer para calmar un poco el mal trago hasta que unos toques en la puerta me distrajeron.

—¿Quién es? —pregunté desde la cama.

—Yo.

Coloqué el separador junto a la página, cerré el libro y me dirigí hacia la puerta.

—Hola —saludé a Esteban.

—Hola. Te extrañamos en la cena.

—No, tú me extrañaste en la cena.

Rio levemente.

—No mi padre, ni tu madre —añadí.

—No. Mi madre no está enfadada contigo. Siempre respeta mis decisiones y le dejé en claro que tú no tienes la culpa de nada.

Di un asentimiento.

—Lamento lo de tu conejo —se apenó.

—Está bien —aseguré, encogiéndome de hombros—. Era demasiado bueno para ser cierto.

—¿Te han traído algo de comer?

—Sí, gracias.

Como aquella noche después de la fiesta, nos miramos sin decir palabra. A pesar de tener varias cosas que decirnos, ninguno de los dos estaba listo o encontraba las palabras correctas para expresar todo lo que había pasado. Me preguntaba si sentiría el mismo miedo o inseguridad que yo ante el simple hecho de admitir que lo amaba.

—Bueno, solo venía a darte las buenas noches para no perder la costumbre —comunicó.

—Buenas noches.

—Descansa —dijo antes de regresar a su habitación.

Tras cerrar la puerta y disponerme a descansar, no podía conciliar el sueño pensando si había hecho lo correcto. Quizás había cometido un error y debí mantener a Esteban en aquel hospital, luchando por lo poco de vida que le quedaba. Lo amaba mucho como para desearle la muerte, pero también como para dejarlo ser libre. Aunque no supiera la o las razones por las cuales no quería tratarse, Esteban era feliz así, y eso era lo que más me importaba. Estaba consciente de lo que esa decisión representaba, pero solo hasta ese momento realmente me di cuenta de lo que conllevaba. A juzgar por su apariencia y la información médica, no lo quedaba mucho tiempo en este mundo. Lo vería en su rostro, que cada vez se tornaría más transparente; en sus ojos, que poco a poco perderían su brillo; y en su sonrisa, que progresivamente sería menos curva. Los segundos junto a él estaban contados sin estarlo, y se llevarían consigo la vivacidad de Esteban hasta acabar con él en cualquier momento. «¿Y si se muere hoy? ¡¿Solo?!» De un salto, bajé de la cama y me dirigí hacia la habitación de mi vecino. Al vislumbrar la manecilla que resplandecía a la luz de las débiles lámpara del pasillo, la giré lo más despacio posible. Abrí la puerta lo necesario para entrar y, de puntillas, me acerqué a su inmóvil silueta que reposaba sobre la cama.

¡Tu estúpido rostro!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora