FAUSTO

0 0 0
                                    


El teléfono me despertó.

Llevaba años engrosando las listas del desempleo cuando me llamaron. Sinceramente, sí que no me lo esperaba. Después de tanto tiempo sumergido en una situación extrema, desquiciante, desesperante y destructiva psicológicamente, no podía creer que todo fuera tan sencillo y simple como una llamada de teléfono, sobre todo si hacía meses que me cortaron la línea.Hacía muchos meses.

Sin embargo, mi alegría era igual a la de un pobre hambriento al que se le echa un mendrugo de pan en el sombrero para salvar la conciencia. Me vinieron las imágenes de aquellos paupérrimos parias indios que aparecen en los documentales, pero fue un consuelo pensar que siempre habría personas en situaciones peores que la mía. Recordar que el Universo está lleno de desamparados que viven en una situación cien veces al menos más lamentable que la de uno calmaba mis aspiraciones de tener una vida más decente y constructiva.

Busqué una vela, la encendí con una de las pocas cerillas que me quedaban y me dirigí al cuarto de baño con mucho cuidado de no apagar la llama. Al verme en el espejo, sólo pude apreciar, bajo un tenue reflejo, una sombra de lo que fue mi personalidad. Mi rostro rollizo y risueño de buen comer se había convertido en una tez pálida, demacrada y hollada por estrías producidas por un exacerbado adelgazamiento impenitente; además, estaba cubierto por una barba salpicadas de canas y desaliñada. Los ojos eran los de un zombi, hundidos en las cuencas y ligeramente amoratados; mis labios estaban hinchados y lilas como los de un ahogado después de un tiempo sacado del mar.

Modestamente, no creo que hubiera mucha diferencia entre un paria y yo.

¿Cuánto había durado mi aislamiento involuntario?

Abrí el grifo. Al principio regurgitó un agua de color ocre que fue aclarándose poco a poco hasta salir transparente y de forma continua. Cogí una pastilla de jabón del lavabo que nunca había sido usada y mi limpié la cara. Pero eso no la cambió. Tendría que acostumbrarme a mi nuevo rostro. Me fui a la ducha y me aferré instintivamente a la limpieza como un clavo ardiente, creyendo que eso daría más dignidad a mi pobreza. Me calciné la piel con una piedra pómez con la intención de amortajar mi desesperanza, llegando incluso a sangrar de la misma forma que aquellos peregrinos sicilianos que se autolatigan y mortifican por las calles de toda la isla con su sangre cuando llega La Semana Santa. Me duché y observé cómo la mezcla de espuma y sangre desaparecía por el desagüe e imaginé al mismo tiempo que también lo hacía mi sufrimiento, aunque ese pequeño brote de optimismo duró apenas unos minutos. Después, me afeité la barba de santón y me rasuré la cabeza concienzudamente. Finalmente, al volver a mirarme en el espejo, comprobé que la limpieza mantenía mi espíritu aún vivo.


Mientras me secaba, intenté recordar cuanto tiempo hacía de los largos paseos por la ciudad en busca de un trabajo. Al principio, me centraba en algo que pudiera estar en relación con mi habilidades, pero, al no descubrir ninguna, opté por algo relacionado con mis estudios, e igualmente, como no había estudiado nada más que una carrera de letras, decidí aceptar cualquier cosa que me ofrecieran.

La única oferta fue la de acompañante de mujeres, quiénes, no se sabe de qué manera, habían alcanzado lo más alto de la escala social a costa de su soledad. No pude con el trabajo; me sentía como un zángano y tenía remordimientos emocionales. Prefería morirme antes de convertirme en juguete y víctima de la interglobalización de la pobreza y el feminismo. No podía evitarlo.

No estaba reciclado para esa Nueva Era.

Negar la realidad me llevó a recorrer todos los rincones de la ciudad, que iba descubriendo de la misma forma que se consumía la pobre fortaleza de mi espíritu. Así pasaron largos y eternos días que no tuvieron secretos para mí. Es curioso cómo, a pesar de haber nacido y vivido durante años en una ciudad, ésta guarda innumerables chites ("escondites") que jamás se pisan, pues mantenemos nuestra actividad urbana en zonas reducidas. En mi caso, descubrí la poca índole aventurera que encerraba mi alma. Lo interesante de todo esto fue la fijación en mi mente de un mapa urbano estructural inmejorable, causado seguramente por el crecimiento del hipotálamo, pues mi orientación creció de una forma espectacular. Mi mapa estaba formado por referencias características y visibles de la ciudad. Así catalogué cementerios, tiendas de ropas caras y baratas, bares de todo tipo, garitos de mala muerte, putiferios, zonas de inmigrantes, de putas drogadictas, de bancos y cajas de ahorro, de estaciones de autobuses y chaperos, zonas residenciales, de grandes almacenes, una biblioteca, y todo aquello que hace respetable y agradable a una ciudad.

Al atardecer, me confundía en la plaza del barrio con los "cherokees" que tomaban "litronas" por si me invitaban, lo que ocurría a veces sin compromiso. Eran buena gente, hasta que una tarde-noche llegó la policía, los metió en un furgón blindado y ya no volví a verlos jamás. Todo lugar fue plasmándose en mi cerebro, sobre todo si tenían colores dispersos o chillones, o, simplemente, estaban sucios o se hacían transacciones, negocios o avenencias prohibidas.

De todas, mis referencias predilectas eran los cementerios. Me atraían de una forma salvaje e irresistible por su sencillez y hermosura. Tienen algo que hace vibrar mi cuerpo de una forma especial, y cuando estoy cerca de uno, hace que me tiemblen las piernas y el corazón se acelere; si me alejo, me entra una melancolía abismal. Supongo que será el amor.


Ya estaba reseco de tanto frotarme con la toalla tiesa. Me centré de nuevo. Me vestí con las ropas más aceptables que tenía, y aunque la camisa y el pantalón de color negro eran más idóneos para pasear por Sarajevo durante el genocidio, me alejaban de la imagen de un mendigo, algo a lo que siempre he tenido un gran terror. Limpié lo zapatos de charol concienzudamente hasta que quedaron lustrosos y respetables. Al verme vestido nuevamente, pensé en los kilómetros que anduvo mi cuerpo famélico, en cómo cada pisada se convertía en una pesada losa bajo el sol abrasador, que iba torrando con su insuperable luminosidad y radiación mi frágil orgullo. Comencé a odiar a los pobres y a los vagabundos, porque me horrorizaba que yo también lo fuera. Me obsesioné con sus ritos y costumbres; los seguía por sus rutas pedigüeñas, a sus aposentos nocturnos; escuchaba a escondida sus desvaríos mientras alargaban sus carcomidas manos que culpaban a la sociedad de su lamentable situación. Los vigilaba mientras dormían cada noche apoyando su sueño en el interior de algún cajero automático o el cualquiera de los bancos de un parque urbano envueltos en periódicos viejos, amarillos y meados por algún transeúnte inmisericorde. Estudié sus rutas migratorias, pues guiados por el hambre siempre volvían con el buen tiempo a la misma charca, pisaban las mismas calles y visitaban los mismos dormitorios improvisados. Me convertí, en definitiva, en un voyeur insaciable de mi propio pánico. Todo quedaba en mi retina para afianzar la esperanza de un mundo mejor y más justo.

Pero todo, absolutamente todo, cae hacia el infierno cuando el destino te machaca.

Dejé de salir a buscar trabajo, dejé de observar y disfrutar mirando el desecho humano. Mis trajes estaban roídos por el tiempo y mi cuerpo también, así que me atrincheré en mi apartamento, lo único hasta entonces verdaderamente mío, aunque no pagara la contribución, ganado con el sudor de mi trabajo de puto. Abandoné recrear en mi imaginación las calles de la ciudad y sus anécdotas macabras, olvidé asearme y afeitarme diariamente.

Ese fue mi final.

Acabé con los míseros ahorros que me quedaban. Me cortaron la luz, el teléfono y las tarjetas de crédito. Ya no pude ver más la televisión, y eso casi me volvió loco. Me quedé aislado entre los muros, solo ante la oscuridad. Recuerdo que, los instantes finales de mi vida, los pasaba junto a la única botella de pacharán que sobrevivía en la alacena.

Después de haber vaciado la botella, ingerí todas las pastillas de diazepam que encontré en el botiquín del cuarto de baño.

¡Odio las pastillas!

Pasado unos minutos llenos de éxtasis, cerré para siempre los ojos, llegué al "País de Nunca Jamás" y quise quedarme para siempre.

Entonces, creo, fue cuando el teléfono me despertó.


K.I.B.U.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora