EL CANTO DE PLEBERIO

0 0 0
                                        


Cuando Leonora cerró la trampilla, tardé un tiempo en adaptarme a la oscuridad. Me estaba volviendo loco. Odio la oscuridad de mi más remota infancia. Todo se volvía hacia mí como un torbellino y no había forma de pararlo. ¿Qué es lo que quieren? Percibía sombras de objetos. Fui moviéndome por el sótano hasta que vi algo que parecía brillar a pesar de todo. Es difícil caminar por un lugar desconocido. Tal vez hubiera un interruptor, pero deseché inmediatamente tal idea, seguramente se encontraría oculto en mi zapato. ¿Por qué no? Probé. Pues no, no estaba en el zapato. Me acerqué a lo que sin duda era un espejo, y observé en él como pude mi silueta. La verdad, no lograba ver mis dimensiones. Yo me recuerdo gordito, pero ahora no puedo asegurar tal afirmación. Escuché el ruido de los goznes de la trampilla. Tenía que actuar rápido si no quería que me atrapara mi perseguidor, fuera quien fuera, y me hiciera volver a ese jodido manicomio, o lo que sea. Así que no se me ocurrió otra cosa que atravesar el espejo. Todo el mundo sabe que los espejos se atraviesan y te llevan a otra parte de tu subconsciente. ¿Pueden ir peor las cosas?


Sorpresa. Atravieso el espejo con facilidad. Primero mi mano derecha, que es a la que menos estima tengo, y si se la come alguien sería un mal menor comparada con la izquierda; después el brazo. Esperé unos instantes para que fueran devorados por los monstruos de mi conciencia, pero no pasó nada. De esta forma fui penetrando a través del cristal opaco.

Al pasar completamente todo mi cuerpo, me hallé inmerso en una siniestra niebla de color azul que lo envolvía todo, sólo intuía varias góndolas que flotaban ocultas bajo la bruma, sobre un suelo de piedra fría dispuesto en forma de ajedrez. Mis pies se sumergían en la umbría de un humo mortecino que deslizaba sigilosamente sobre el tablero. A los lados, como espectadores de una gran partida, observando había cientos de altas columnas semidestruidas por el tiempo y que sostenían unas estatuas solemnes que representaban a dioses griegos o latinos. Siempre los confundo, sobre todo si son de piedra. Estaban en paralelo. Sobre aquellos pilares en ruinas que ahora se presentan ante mí, seguramente, se habrán escrito miles de años de historia que se desvanecen bajo la luz opalina de la incultura, que convierte igual que el paso del tiempo la roca impenetrable de la cantera en polvo, en diminutos trozos de arena que el viento se lleva sin esfuerzo hacía lugares inconfesables.

-Bienvenido, León. Te esperaba.

Sonó una voz.

-¿Quién va? -pregunté como en las viejas rondas-.

-Bajo las sombras se oculta Pleberio "el Desdichado" -contestó quien fuera con un timbre libertino más que apenado-.

-¿Desdichado? -dije-. ¿Y qué fue de aquello de "¡no queramos más vivir¡"

-Me desconsuela tu ironía melancólica -percibió el sentido-. Eso fue un acto impetuoso del momento.

-¿Y Melibea? -odio la hipocresía-.

-"¿Acaso edifiqué mis torres para ella, o mi honra, o mi huerta, o tal vez mis navíos?"

-Nunca hubiera dicho que hablas de tu hija con esas palabras.

-¡Ah, ya, Melibea!...-hizo una pausa retórica. Seguramente no me gustaría lo continuaba...-

-¿Se arrojó desde una de mis torres? -dijo finalmente-.

-¿Por qué esa lujuria en tus términos? ¿Acaso no era tu hija?

No veía a nadie entre tanta niebla azul, pero podía imaginar cómo se estaba divirtiendo. No puedo comprender que un padre pueda traicionar a sus hijos, o matarlos, o trasmitirles sus propios fracasos y miedos o intentar que supere sus propios errores.


-Era, León, era. No lo olvides -concluyó-. La sociedad y el individuo son inseparables, pero la muerte, sin embargo, es un mito que pasa y hace olvidar los derechos soberanos del hombre sobre los sentimientos. Todo pasa. Por cierto, ¿no te habrán seguido?

-¿Quién va a seguirme? -mentí deliberadamente, pues lo único que he descubierto hasta ahora es que sólo logra vivir el que esconde la verdad-.

-La República tiene muchos enemigos.

-¿Dónde está la República? ¿Puedes decírmelo o es un invento de tarados?

-¿Y tú, puedes decirme dónde está el antídoto?

Nadie da nada por nada; solamente los locos. Tenía que ganar tiempo. Pronto mi perseguidor estaría aquí y nos mataría a los dos. Aunque pensándole bien, dos por uno siempre es una buena oferta.

-Cae sobre mí la salvación de la República como una losa funesta, la mía -pronuncié con pompa-, y no puedo compartirla si no es con el Príncipe.

-Entonces, tienes el antídoto -aún hay estúpidos en este mundo, bendito sea dios-.

-No, pero sé dónde está. Y además, ¿a ti qué te importa?

-El destino -soltó así-. Existe como existe la realidad y hace que lo que pensamos acerca de nosotros mismos influya sobre la conducta de otros hombres, porque así se determina lo que cada cual espera de los demás...

-¡Y a mí que me importa! -le interrumpí-.

-...El pesimismo acerca de uno mismo sirve para conservar el status quo de los poderosos. Es un lujo para los opulentos, un sedante para la culpa de quienes no actúan, un consuelo para quienes continúan disfrutando de los refinamientos del privilegio. El pesimismo, mi amigo, es demasiado costoso para los desheredados, que deben renunciar a él a cambio de su salvación. ¡Salvar la República es salvarte a ti mismo, a tu mundo interno, a la realidad en la que vives!


-¿Y? -mascullé en argentino para hacerlo más musical-.

-¿No lo entiendes, verdad?

-¡Sinceramente, no entiendo nada! -grité-. Yo nunca he querido ser nada, ni mucho menos aceptar la realidad, a no ser que sea la mía. No quiero confundirme con los demás, sino fundirme en mí mismo y encontrar mis propias respuestas. Todo lo que no sea así es un pensamiento incoherente que me sobrepasa y me abruma el alma. ¿Por qué no puedo descansar en paz? -estaba sorprendido por ese nihilismo narcisista que escupía como si hubiera estado dentro de mí durante siglos-.

-No puedes descansar porque el estado nos manipula y controla la información sobre todo lo que nos atañe personalmente, hasta nuestros sentimientos y pensamientos, y todo, por salvaguardar el poder. No hablamos de individuos, sino de un sistema de control que se extiende sobre nuestras cabezas como un buitre de grandes dimensiones que nos oculta la verdad, con sus mentiras y engaños, que terminará por comerse nuestros desechos

-¿Y qué tiene que ver esta tertulia con el antídoto?

-Nada. El antídoto es un acto de egoísmo.

K.I.B.U.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora