LA CASA

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He atravesado el Laberinto de las Hadas, como lo llamó Melibea, a quien por otra parte no sé cómo juzgar, si bien no hay duda de que está loca de amor, parece conocer demasiadas cosas de este lugar en el que me hallo. Estoy seguro de que no estoy en un sueño. Ni en una pesadilla, pero, entonces, ¿dónde estoy? Lejos de esas voces seductoras, todo se aprecia de forma diferente, y no parece que haya mejorado mi situación. He vuelto a salir por los mismos arcos de algas rojas por los que entré al Laberinto, pero, no obstante, estoy en otro lugar. Ahora tengo ante mí, no el Jardín de Melibea, sino un gran camino, ancho y arenoso; no hay nada más a los lados, sólo una profundidad en la que el fin no tiene fondo. Puesto que sólo está el camino, he de seguir o volver por el Laberinto. La decisión está clara.

Mientras piso el camino polvoriento sobre el horizonte, observo lo que podría ser una gran casa, aunque está a mucha distancia. Me pongo a pensar si esto no será uno de esos juegos psicoanalíticos en los que el individuo va describiendo distintos edificios, primero un museo, después un camino hacia una casa, la que se describe por fuera, por dentro, sus habitaciones, y se van descubriendo recónditos recuerdos. Si fuera así, por ende que la casa que está a lo lejos sería mi propia casa, o la casa del interior, si es que tenemos.


Llevo un buen tiempo caminando y la casa está más cerca. Ahora puedo apreciar que está parapetada al suelo mediante enormes raíces poderosamente arraigadas que se retuercen como serpientes venenosas y que se confunden con las columnas que emergen igual que sus ventanales de buey hasta un frontón sacado de Minos, un hermoso pórtico salido de la antigüedad. La parte superior de mansión me recordaba algún sitio, sin duda de mi pasado. Aparecían ante mí viejas imágenes de una higuera colosal pegada a una gran casa, pero aquí no hay higuera. A medida que iba acercándome por el camino la tierra pedregosa se convierte en dunas amarillentas llenas de matices de sombras oscuras, y la casa toma un dimensión sorprendente y magistral. Desde uno de los cristales de un ventanal cubierto de telarañas se puede distinguir un rostro que observa con cierta atención mi llegada. A pesar de la suciedad que parece haber infligido el paso del tiempo, que envuelve toda la estructura dándole un aspecto fúnebre, podía apreciarse el semblante de una anciana cuyas arrugas marcan un sublime respeto. Su pelo blanco esconde, casi seguro, cientos de historias perdidas.

La arena amarillenta se va convirtiendo en gris de forma paulatina a medida que me voy acercando a las raíces que constituyen los cimientos de la mansión, como si la tristeza la fuera oxidando a casa metro que estoy más cerca. La puerta es extremadamente alta y de doble hoja, tanto que desde su altura empequeñece mi personalidad.

No podré entrar, pienso.

Me doy cuenta de que hay huellas en la arena que suben a través de una de las crestas de las dunas. Persigo las huellas hacia donde se dirigen las pisadas. Al final, hay una mujer desnuda confundiéndose con la arena cada vez más grisácea que no había visto jamás. Me hace señas con las manos indicando el camino de entrada a la mansión. Es un espejismo típico, pero bendito sea, si es que alguien bendice algo en este mundo. Si fuera mi mundo nadie bendeciría nada, pero quizás sea de otro propietario que lo comparte conmigo de forma bakuniana. Dejaré que mi instinto me guíe. Y tras las huellas voy, poniendo mi pie en el mismo hollar que hay en la arena supuestamente dejado por la mujer desnuda. Después de una ascensión casi asfixiante, la mujer- espejismo ya se ha evaporado y sólo quedan las hondonadas dejadas por el espectro creado por mi propia imaginación.


Pero ahí está la entrada a la gran casa, tan solemne ahora en su magnificencia. Delante de la puerta de la casa solitaria en este paisaje tan desolador, me doy cuenta de mi ridiculez, el punto insignificante que soy en un espacio completamente gris oscuro sobre el que van apareciendo las estrellas. La puerta está llena de gárgolas de miradas terribles clavadas sobre mi persona, aunque sus ojos no brillan. Están petrificadas, cercenadas para la vida, estáticas, incólumes. Golpeo la aldaba, que es de oro, o al menos dorada, y produce un gran estruendo en el inhóspito panorama que lo cubre todo.

K.I.B.U.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora