Dos

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Ahora, sólo pienso en mi entrevista con La Agencia. No reconozco ese rostro blanquecino y esa cabellera rapada que emergen entre los claroscuros de la luz de la vela. No doy todavía crédito a esa apagada sonrisa forzada que sobresale de los finos labios ligeramente amoratados tal vez por el frío, ni soy consciente de que esos ojos abiertos del color de la noche que destellan cierta chispa de ingenio sean los míos. Mi cara angulosa está surcada por las marcas que deja el sufrimiento, y sin embargo, el conjunto sigue reflejando algo que fue bello antaño. La ilusión engrandece mi imagen, y todo porque no dejo de pensar en que hacía meses que había dejado de pagar las facturas del teléfono y vivía como un ermitaño en su "escura caverna". ¿Qué está pasando ahí afuera? ¿Acaso tengo que sospechar? La sospecha ya no significa nada para mí, puesto que, de algún modo, ha perdido su sentido si a cambio me ofrece una nueva oportunidad para vivir. No, ya no tiene sentido sospechar de nada. Que todo siga su curso como está escrito, si es así como debe ser.


Me cansé de reflexionar y abandoné mi apartamento por primera vez en mucho tiempo, esperando que la llamada de la Agencia de colocación me integrara de nuevo a la sociedad. Aunque sea un falacia, siempre he pensado que el trabajo, más que el dinero incluso, es uno de los principales motores de la psicología humana, comparable incluso con el propio miedo a la muerte, causante del terror a vivir, a sentir, a ser feliz. Ambos son, en definitiva, los motores de la existencia de una gran parte del Universo. Pero no puedo evitar sentir que mis piernas se tambalean, aunque no sé si es por la perspectiva de reencontrarme conmigo mismo o por el poco uso que he hecho de ellas durante este tiempo de ausencia social. Desciendo las escaleras del primer piso y llego al portal, que es un túnel que está iluminado por una luz difusa, al final se pueden oír un gran murmullo de voces y sonidos urbanos increíblemente seductores. Ya no hay marcha atrás.

Y tras respirar profundamente, me precipito a la calle.

Al principio, mis ojos son torturados por tanta luz y transcurre un tiempo desesperante hasta que se acostumbran. ¡Nadie diría que he pasado siglos en la noche! Mis oídos casi estallan entre los pitidos chirriantes de la calle. El estruendo es perturbador. Mi piel, en apenas unos segundos que llevo en el exterior, reaccionan de forma alérgica al contacto con el ambiente manipulado por los gases que emanan del progreso; mi mente desvaría y quiere volver a la prehistoria de mi apartamento, a su soledad y a sus sombras inmóviles. Pero no la dejo actuar por primera vez en toda mi vida, porque ya no me preocupa lo que pueda pasar.

Desde que perdí mi último trabajo, nadie me ha llamado, ni siquiera para saber si estaba vivo. Tenía decenas de amigos, o eso creía yo, pero ninguno llamó, ni me invitaron a comer aunque fuera por caridad, ni a beber aunque me hiciera mucha falta, ni, por supuesto, se emborracharon conmigo, pues es un pecado tan grave como fumar; no quisieron ver cómo me deterioraba día a día, noche a noche. Y no les culpo por ello. Me dejaron a la deriva, me alejaron de sus vidas; era un apestado que le recordaba lo que a ellos les podía ocurrir también en cualquier momento, ya que nunca hay nada seguro en esta vida. Decidieron ser solidarios con ellos mismos como ejemplo de humanidad.


Mis pies vuelan a contracorriente por las calles entre la muchedumbre sin extraviarse. Recuerdo la dirección que me dieron, y me siento invisible. Pero ya no hago caso a nada. Me dirijo a la calle Barrabás con paso firme y decidido, sin veladuras ni engaños arquitectónicos. Voy a un callejón sin salida de unos de los barrios más deprimidos de la ciudad.

La zona este de la ciudad siempre había estado alejada de los intereses de los políticos que alcanzaron la alcaldía. La "crema" de las zonas residenciales se expandió por la zona suroeste de la ciudad, junto al mar, olvidándose por completo de los cientos de miles de personas que habitaban fuera del refugio de los ricos. Nos le interesaba en absoluto que el poder adquisitivo de los millones de turistas que acudían cada año a la ciudad se esfumara por otras zonas ajenas a la influencia del Cabildo Municipal. Por eso, convirtieron la Zona Este en un arrabal lleno de podredumbre por donde hacían pasar un autobús turístico de dos plantas debidamente escoltado para enseñar a los más pudientes cómo vivía el Tercer Mundo, pero con la ventaja de no tener que viajar a otros continentes ni sufrir las penalidades continuas de la pobreza extrema, pues la pobreza está bien para un rato, como los niños pequeños, pero después hay que darse una buena ducha, comer a mansalva, dejar las migajas para el gato y, finalmente, salir a la caza nocturna de drogas y sexo, en detrimento del rock, que había quedado para los más nostálgicos.

K.I.B.U.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora