Dos

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Siempre he pensado como Murphy, que si algo puede salir peor, saldrá peor sin duda.

Meditaba en la soledad de lo que estaba ocurriendo, y dudé sobre mi propio pensamiento. Dudé de todo, incluso de que estuviera vivo, pero sin embargo, al relacionar el pensar con la existencia, me calmé. Estoy vivo, al menos como un elemento químico encerrado en una camisa de fuerza transparente -¿por qué será transparente?-. Pero, por otro lado, no puedo afirmar que haya hablado conmigo mismo, pues eso sólo confirmaría la negación al temor de una realidad inaceptable. ¡No quiero hablar con mi padre! Nos abandonó, a mi madre y a mí, y se marchó en busca de la eternidad, según decía él. Dedicó años al estudio de la muerte, de los ritos ancestrales que trataban de la supervivencia de los dioses a través de los tiempos. Mi madre decía que equivocaba la mitología con la búsqueda de un sentido superior, en definitiva, con la búsqueda de Dios. No admitió jamás que la Muerte es el único fin que hace al hombre libre y eterno. Confundió el anhelo espiritual con la realidad corporal y transformó su vida en una búsqueda que le llevó a desaparecer para siempre de nuestras vidas.

Apenas tenía diez años. ¡Y ahora, viene una voz y me comunica que es mi padre! No puedo enfrentarme a eso, ni siquiera después de haber pasado muchos años visitando al psicoanalista, sobre todo, por el dinero que le costó a mi madre.

La habitación se había vuelto rosa pálido, por completo.


Escuché unos pasos que se acercaban. Se escuchó un chirrido y en una de las paredes se abrió una puerta. Era evidente que si yo estaba dentro, tenía que haber una entrada, pero la habitación parecía completamente hermética.

Apareció tras ella un hombre vestido con una bata blanca -definitivamente, estoy loco-. Tenía el rostro cuarteado y cruzado por una cicatriz ya reseca. No tenía nariz, lo que me sorprendió, pues llevaba un monóculo opaco en el ojo izquierdo ¿Sería tuerto o le molestaba el color que iluminaba la habitación? La física siempre me ha sorprendido. Su único ojo celeste escudriñaba con demasiada curiosidad las paredes pulidas y demacradas, como buscando alguna señal de espionaje.

-Buenos días, León -dijo amablemente como si me conociera de toda la vida-.

-¿Quién es usted? -nunca lo había visto-.

-¿No me recuerdas?

-¿El loquero tal vez? -quizás aprecie mi ironía-.

-Ya hablamos de lo del vocabulario. Soy tu amigo. Si no cuidas tu imbecilidad lingüística, no saldrás de aquí.

Eso me hizo gracia. Nunca he tenido amigos, ni conocidos. Siempre he estado solo, muy solo, y quien sabe si estoy aquí por eso mismo.

-¡Yo no tengo amigos, capullo! -me enfrenté nuevamente a la realidad, grité -.

-Sí que lo tienes -no inmutaba el tono, era un profesional-. Hay muchos amigos que te aguardan con esperanza -su tono era de un sacerdotal genuino, inculcado desde la más tierna edad-.

-¡Que se jodan! -romper el ritmo con una blasfemia en voz alta me relaja más que este estúpido "curacoco" con su voz de "pitonisa"-.

-¿Por qué hablas así? -sólo le faltó la coletilla "...hijo mío"-.

-¡YO NO SOY TU HIJO!

-¡¡Qué!! -¡sorpresa!-. ¿No habrás hablado con tu padre otra vez? -terminó de forma escolástica, un truco fácil de psicoanalista-.


No dije nada. El hombre de la cara cruzada era más inteligente de lo que aparentaba, como suele ocurrir casi siempre. Me miró fijamente y pude ver su monóculo, totalmente opaco, y su ojo celeste, totalmente claro. Nunca había visto un ojo tan traslúcido de ese color, pues podía ver a través de él el interior. Estaba concentrándose en mi persona.

K.I.B.U.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora