Caminaba con aquel sombrero de ala ancha, usado y algo anticuado que le acompañaba desde hacía algunos años; llevaba también su inseparable abrigo largo de piel de cordera sobre una envoltura neoprénica ajustada a la piel que le cubría todo el cuerpo y unos botines de auténtico caucho de la ya devastada Pampa argentina. Caminaba entre la marabunta de la ciudad, envuelto por las aureolas de los humos que salían de la rejillas de las distintas bocanas del metro que inundaban las aceras en todas direcciones y ascendían a las cumbres de los rascacielos para confundirse, finalmente, con las tristes nubes tormentosas que esperaban su turno para descargar su sucia agua ácida. La ciudad comenzaba a oscurecer y los nubarrones tomaban un color rojizo pálido, amenazantes. Los primeros neones nocturnos comenzaban a aparecer por las calles y avenidas y las luces de los automóviles y autobuses que aún rodaban pos el asfalto amarillo, iluminaban de forma melancólica las calles a su paso desenfrenado.
Al pasar por la cristalera inmensa, al estilo antiguo, de unos grandes almacenes a punto de cerrar, observó su rostro desaliñado y totalmente falto de vello a causa de aquellos tratamientos tan agresivos sufridos durante dos años y que, según los especialistas, eran el único eslabón para aferrarse a la vida. Pero, a pesar de los dolores y los pesares de la quimioterapia, la enfermedad no había remitido, sino todo lo contrario, avanzaba impertérrita e insolente a la ciencia médica tan avanzada en aquel tiempo.
Iba a morir; pero lo quería hacer solo y alejado de aquellos matarratas que le jodían el último respiro de su existencia. Era inevitable que la desilusión le invadiera por completo, sobre todo, después de dedicar casi toda su vida al estudio de los ritos mortuorios de las civilizaciones ancestrales sin haber logrado comprender el sentido macrouniversal de la Vida y la Muerte. Apesadumbrado y aparentemente sin rumbo, entró en la estación de cercanías, compró un billete para la "Stonecity". Entonces, se detuvo a pensar en por qué estaba aquel lugar tan maravilloso escrito en inglés, cuando pertenecía a una cultura tan espectacular y alejada del mundo anglosajón. Se dio cuenta de que el sentido patriótico le invadía, lo que era lo mismo que decir que la Muerte le observaba de cerca. Aquel paraje megalítico, que tanta fascinación despertó durante su niñez, era el lugar elegido para coger el último tren de su vida. Sentado en el vagón, vacío de viajantes, recordaba el lugar como aquel refugio al que solía escaparse para estar consigo mismo, cuando los problemas le acuciaban. Aquellos bloques de piedras talladas con notable armonía ortogonal y sus dinteles acoplados mediante articulaciones esféricas, construidos en cuarzo y galena traslúcida, siempre le habían cautivado el alma. Pensaba que aquella obra arquitectónica de más de 5.000 años de antigüedad, orientada a la latitud Norte sin errar en el cálculo, al igual que la pirámide de Giza, escondía un arcano energético inigualable en el tiempo. Quería verlo una vez más antes de cerrar los ojos, puesto que los vómitos de sangre de los últimos dos días presagiaban el final de lo que él creía era una etapa más dentro de la volatilidad del ánima humana. Creía en la transgresión del alma, en la reencarnación después de la muerte, en la traslación del pensamiento a La Naturaleza y su posterior resurgimiento en ella. Creía en la Eternidad del Hombre, pero aún así, tenía miedo de morir. No sabía si llegaría al año nuevo del nuevo siglo.
El tren hizo su parada en la estación de La Ciudad de Piedra. Ya había oscurecido. Desde el andén podía percibir los reflejos de las sombras en la penumbra ocasionados por las luces interiores del cercanías; las grandes rocas estaban dispuestas en círculo, el símbolo divino por excelencia. La soledad del lugar sagrado era penetrante, tan profunda que daba la sensación de proteger un lugar prohibido. Pero, a estas alturas de sufrimientos, que más daba condenarse para siempre. Valía la pena, sin duda. Mientras se acercaba a altar principal, situado en mismo centro de la construcción, distinguió las muecas holladas a su alrededor, tal vez realizadas con las cornamentas y omóplatos de algún animal prehistórico. Los había contado. Eran ciento siete agujeros de apenas un metro de profundidad, y según sus investigaciones, podrían ser los restos de un calculador solar o de eclipses. En esos hoyos, probablemente, se erigían enormes troncos de árboles ancestrales. Se introdujo en el círculo sagrado, se acercó al altar y recorrió con la mirada toda la obra arquitectónica. De pronto, se dio cuenta de algo que jamás había percibido en sus anteriores visitas, todas a la luz del día. Aquella construcción parecía una neurona bajo la luz de la luna. Sus piedras brillaban en la oscuridad formando la imagen de lo que parecía una red neuronal, apreciándose las dendritas y neuritas. ¿Era una ironía de la vida? En el umbral de la muerte, había encontrado una relación lógica para aquella armazón de roca perenne. Los reflejos de las neuritas se dirigían al centro consagrado. Se situó sobre él. Sin esperarlo, le sobrevino un vómito de sangre que manchó con su color de alquitrán la piedra sagrada. Le quedaba poco. Y quiso terminar sus días apreciando su última puesta de sol. Se situó sobre el altar prehistórico, tranquilo, sosegado, esperando el momento para cerrar los ojos para siempre. Hasta que comenzó a salir el sol iluminando el crepúsculo del horizonte con un tono rojizo. Allí estaba, contemplando la salida del sol cuando está más cerca de la Tierra. La luz solar iba ocultando la posición máxima de la luna. Era una imagen en el año. El Sol y la Tierra en plena lucha por la conquista del amor de la diosa Selene. Por un instante, sintió añoranza por aquellos a los que iba a abandonar en su largo viaje por el Leteo. Y suavemente, cerró los párpados.
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K.I.B.U.
HumorEl rey Neferkere antes de morir cede el legado para gobernar el reino a su sucesor. Pero El príncipe heredero parece tener otros planes para su reinado.