4. Lou

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La playa está muy vacía. He bajado por uno de los preciosos puentes de madera que te llevan a la playa y lo primero que he encontrado ha sido un chiringuito lleno de personas refugiadas a la sombra.

Parece mentira que la gente venga a la playa de vacaciones y le tenga miedo al sol que ni siquiera quema aún.

Solo hay un par de personas por la orilla, algunos juegan a volleyball, otros van corriendo, pero no hay nadie en el agua.

Es lo que más me extraña. Las aguas están calmadas, hace sol y, aunque no pasamos de los veinticinco grados, bañarte es muy tentador.

A eso he venido.

Cuando he vuelto de mi pequeña expedición al supermercado más cercano a comprar, he colocado la compra en la cocina. Como había supuesto al llegar, desde allí se ve la playa. La he visto, tan apetecible. El agua tan azul...

No he podido evitarlo. Me he encontrado deshaciendo la maleta sin darme cuenta. Aquí estoy, con mi bolsa de playa, dispuesta a darme un buen baño, aunque nadie parezca querer hacerlo.

Algo avergonzada por mi cuerpo flacucho y algo flácido, me quito mi vestido estampado con flores, quedando solo con mi bikini amarillo, que deja notarse mi boluptuoso pecho y mi inexistente cadera ancha.

No es que tenga complejo, pero me cubro el abdomen con los brazos. Todos me empiezan a mirar como si estuviera loca. Solo quiero meterme al agua.

Una parte que odio de la playa, la arena. Que no deja de meterse entre mis pies mientras camino hacia el mar. Dejo de prestarle atención a la gente que no deja de mirarme, o eso creo, cuando veo que no soy la única.

Un chico algo mayor que yo entra también, con lo que parecen ser sus hijos o algo así, porque los niños no se separan de él, intentando quitarle la pelota que el mayor mantiene fuera de su alcance. Es más o menos de mi estatura, un metro sesenta, su piel tostada no destaca mucho su pelo negro, pero sí un tatuaje con tinta blanca en su pierna, por encima de la rodilla. Por la forma en la que habla con los niños deduzco que es latinoamericano.

Se fija en mi presencia cuando empiezo a sumergirme un poco en el agua fría. Ahora entiendo por qué no se mete la gente al agua. Son unos cobardes con miedo al agua fría. Es muy buena, no solo para la circulación. El agua fría saca las ideas de mi cabeza.

-Hey, pelirroja- llama mi atención el chico, que se ha acercado a grandes zancadas, dejando a los niños atrás-. ¿Me la pasas?

Señala algo a mi lado, la pelota que antes sostenía está flotando a un metro de mí. Es fluorescente, se nota su baja calidad, pero aún así ellos parecen disfrutar con ella.

Se la lanzo, regalándole una sonrisa al chico, que me lo agradece.

Ojalá mi padre viera todo esto. Cómo la gente es feliz con poco, y cómo él lo tiene todo y es un amargado, alguien que vive por y para su maldito trabajo.

Nado un poco, hasta que ya ni de puntillas llego al suelo natural. El cielo empieza a nublarse y no quiero arriesgarme a nadar tanto como me gustaría.

Dejo que la marea me balancee mientras floto.

Por un momento dejo que el agua salada se lleve todo lo malo. Una por una, mis preocupaciones se van. Pero nada es eterno.

Cuando salgo del agua, congelada por el repentino viento, todo vuelve.

Nada dura para siempre, y mucho menos la paz mental. Es algo que viene a ti unos dos o tres minutos antes de que algo interrumpa tu mente.

En cuanto escucho mi teléfono sonar desde la bolsa de playa, sé que algo me reclama al otro lado.

Me acerco, llenando de arena mis pies y parte de mis piernas. Abro la bolsa intentando no mojarla mucho y rebusco el aparato que no deja de sonar, por fin lo encuentro y descuelgo antes de que se corte la llamada.

En el fondo del mar (Pausado)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora