Arándanos y hielo

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La luz que entraba por la ventana me despertó la mañana siguiente. Recorrí la habitación con la mirada, no la reconocía pero se me hacía familiar. Claro, era la habitación de Noah.

Le estaba dando la espalda, me giré para verle mejor. Estaba dormido boca arriba cubriéndose los ojos con la parte interna del codo para que no le molestara la luz. No sé cuánto tiempo estuve mirándole pero a mí me parecieron segundos, me relajaba verle dormir.

Alcancé el móvil para mirar la hora, las once de la mañana. Decidí que ya había descansado suficiente y me levanté, dejando a Noah dormido.

—¿A dónde vas, Remy? —me preguntó desde la cama con voz adormilada mientras abría la puerta para salir.

—No quería despertarte, tengo hambre.

Mi estómago lo afirmó con un ruido.

—Ven aquí —dijo tendiendo un brazo en el lado de la cama que había dormido yo.

Me volví a tumbar y me abrazó contra él, yo también le abracé.

—Me quedaría aquí contigo el resto del día —le dije.

—Yo el resto de la vida.

Le di un beso corto en los labios y apoyé la cabeza sobre su pecho. Estuvimos así varios minutos hasta que el hambre me pudo.

—Tengo mucho hambre —murmuré.

—Yo no.

Me levanté en contra de mi voluntad y me dirigí a la puerta pero antes de llegar a la cocina me empecé a marear mucho, lo que me pasaba siempre que tardaba mucho en comer por la baja tensión.

Traté de sentarme en el sofá pero antes de conseguirlo se me nubló del todo la mirada y perdí el conocimiento. Sentí el impacto de mi cuerpo contra el suelo.

Desperté entre los brazos de Noah, que me miraba con preocupación.

—Gracias a Dios —dijo en un suspiro, aliviado—. ¿Estás bien?

—Sí, pero necesito comer algo.

—Esto es culpa mía, tendría que haberte dejado que te fueras al principio.

—Tranquilo, sabía que esto podía pasar pero prefería estar contigo.

Me atrajo hacia él en un abrazo cálido que hizo que me sintiera mucho mejor.

Me ayudó a sentarme en el sofá mientras él me preparaba algo de desayuno. Finalmente me trajo un plato con distintas frutas troceadas y se sentó a mi lado con una taza de café.

—¿Tú no tenías entrenamiento? —le pregunté al verle tan relajado.

—Sí, pero todavía queda media hora para que empiece.

—¿Y cuánto tardas en llegar allí?

—Cuarenta minutos en coche, más o menos.

Le miré con una ceja enarcada.

—Es la final de tu liga, tienes que ir.

—Vaaale, supongo que se me está pegando tu lentitud.

—¡Yo no soy lenta! —dije dándole un golpe en el hombro— Solo no sé calcular bien el tiempo.

—Lo que tú digas.

Me terminé rápido el desayuno y volvía su habitación a vestirme. Me tuve que poner lo mismo que el día anterior: unos vaqueros cortos y una camiseta más grande que yo.

Qué bonita coincidenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora