3. Nadie llega a su destino sin caer primero

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El ruido exterior es una fachada, un escudo distractor. Lo cierto es que el mundo es silencioso y guarda sus pensamientos para sí mismo por diversas razones: porque teme que nadie entienda, porque teme que alguien entienda, porque eso lo hace sentir superior, pero también porque es la forma más efectiva de comprender sin involucrarse en los problemas ajenos. O todo lo contrario y es más seguro invadir la privacidad sin palabras, sin ruido.

El bosque denso que rodeaba a Jorely era peligroso ante sus ojos y su imaginación. Los incontables globos oculares incrustados de forma natural en las ramas y troncos de los árboles la observaban sin reparo, y eso la intranquilizaba. Había tenido suficientes miradas en su mundo, pero en este parecían no bastar. Sus gritos de pavor estaban ahogados, atrapados en su garganta como una pesadilla en la que las palabras no salen pese al esfuerzo del soñador. Era imposible saber cuántos metros corrió hasta entonces, pero sus pasos, ahora pesados, se empezaban a arrastrar por la hierba implorando un descanso, en algún momento, si no se detenía, desfallecería del cansancio, pero si ella no tenía intenciones de hacerlo por su cuenta, el universo la haría parar. Mirando a sus espaldas intentando fijarse dónde estaban los ojos, ignoró las raíces sobresalientes de algunos árboles. Sus pies se enredaron provocando su inminente caída, y Jorely finalmente descansó en el suelo.

A menudo la gente piensa que caer es un símbolo de derrota, suelen pasar por alto que de bebés todos cayeron un sinnúmero de veces antes de aprender a caminar y luego, correr. Lo mismo ocurre cuando se aprende a montar en bicicleta o a nadar, sin esas múltiples caídas y litros de agua tragados, nadie habría aprendido a seguir adelante. Entonces, ¿por qué la gente ríe con una caída ajena en lugar de alegrarse? Aquellas personas que nunca cayeron son las más propensas a temer al fracaso, fracaso que inevitablemente llegará. Por otro lado, Jorely, que había caído en una realidad impropia e impersonal estaba a un levantamiento de seguir adelante, pero desde el suelo, con ojos inescrutables presenciando su derrota, sintió que no podía hacerlo, y quién podía juzgarla.

El viento pasó por los árboles y las flores iridiscentes bamboleándolos entre susurros, charlas indescifrables y secretos compartidos por la naturaleza, y en medio, ella.

Jorely.

Las caídas en ocasiones necesitan de una mano para ponerse en pie.

La mochila de la adolescente, de tela celeste como el cielo de verano y con manchas verdes y cafés por la mezcla de la hierba y la tierra, yacía a un lado de ella esperando ser levantada, y no muy lejos de la misma, el hurón, alerta ante el entorno psicodélico de las entrañas del bosque. Cuando supo que no había peligro cerca, dirigió sus pequeñas patas negras rumbo a su amiga postrada en el suelo; abrazaba sus piernas recogidas contra su pecho presa del pánico silencioso del bosque. Tan indefensa, tan rendida. El animal merodeó alrededor de la muchacha tratando de pescar su atención. No lo consiguió. En un último, pero eficaz intento, apoyó su peso en sus patas traseras y se impulsó ligeramente para dar una lamida breve a la mejilla de Jorely. Ella posó una de sus manos sobre la húmeda mejilla y miró con un sentimiento confuso al hurón; medio asustada, medio asombrada sin saber que a veces son lo mismo. El pequeño ser sintió satisfacción al ver a la muchacha ponerse de pie pese al miedo que todavía corría por su cuerpo.

El bosque era oscuro. La claridad había abandonado esa tierra y eso, sumado a las sombras formadas por el movimiento constante de las ramas de los árboles bajo la luz de la luna y a los ojos mortificantes en troncos, flores y suelo, hacía de aquel lugar un cínico paisaje de pesadilla. Sin embargo, con una respiración más calmada, la adolescente charló con su mascota-amigo. La conversación, al igual que la de la mañana, fue corta; la diferencia se encontraba en el sentido de la misma. Mientras la primera fue triste y dejó a ambos con un mal sabor de boca, esta estaba cargada de ánimos por parte del hurón que dejó a Jorely con una sonrisa agridulce. Con el miedo reducido circulando sus venas, Jorely notó algo obvio pero en lo que no había reparado hasta entonces: nada buscaba dañarlos. Las sombras, aunque tétricas, no podían tocarla, y los inquietantes ojos abriéndose y cerrándose, no podían acercárseles.

Cuando la noche termineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora