38. Nadie crea laberintos sin salida

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¿Cómo se escapa de algo que está en el interior? ¿Cómo abandonar un abismo cuando no se ha conocido otra cosa que no fuera el fondo del mismo? ¿Cómo dejar atrás algo que ahora es parte del ser?

En la penumbra, ¿cómo se puede reconocer la sombra propia?

No hay camino correcto o incorrecto para hacerlo. El problema sería quedarse quieto, dejar que el abismo rodee todo a su paso hasta que la persona se funda con la tragedia, porque entonces, cegada por el dolor, no vería su camino.

El destino espera y es paciente, pero no puede trabajar solo. Siempre requiere de un empujón para funcionar, una mano externa que ponga en marcha su cuerda. Un tic tac evanescente que aparece cuando la gente necesita un recordatorio de su importancia. Todo se conecta y todo crea ese camino imperfecto para abandonar el abismo; el tiempo y las personas ponen en marcha ese destino, incluso en los días oscuros.

Incluso el caos y el dolor, la calma y la alegría.

Incluso los laberintos personales.

Y Jorely descubriría ese camino.

Al caminar dentro de ese oscuro lugar, sus manos no podían evitar temblar. Estaba temerosa, la oscuridad es el lugar perfecto para esconder secretos, es la casa de los horrores, en la oscuridad la imaginación fabrica monstruos, algunos de fantasía, otros de los recuerdos. Pero nada iba a impedir que avance. Sus manos temblaban, pero sus pasos no. Su respiración se entrecortaba en ocasiones, pero bastaba una bocanada grande de aire para continuar. Si su mente la quería engañar, agitaba la cabeza de un lado a otro y pensaba en sus mejores recuerdos, en las charlas con Astro, las risas con Nigri o la sabiduría de Morfeo.

La oscuridad es un templo de miedos, pero también una prueba de coraje, y aunque no se veía nada, si alguien hubiera podido ver los ojos de Jorely, habría visto determinación, no como una simple chispa sino como una flama viva.

A veces entrecerraba sus ojos para distinguir mejor la luz lejana. Quería estar segura de que se estaba acercando, sentía que era como caminar hacia una estrella moribunda a mil años luz. Aceleraba el paso empujándose a dar más de sí. ¿Por cuánto tiempo había estado de pie? ¿Cuántos metros había caminado durante su estadía en aquel mundo extraño? Se detuvo. Masajeó los doloridos músculos de sus piernas y mientras lo hacía sus ojos buscaron una guía entre las sombras, no había nada, sólo aquella luz, débil y distante. Fue cuando se percató de que el punto de luz estaba en cualquier dirección que mirase. Merodear por esa penumbra se asemejaba a gatear en el desierto sin una brújula. Un destino errante sin un final fijo.

Su respiración se agitó y los pensamientos iniciaron su nuevo bombardeo. Rendida, se sentó en medio de la penumbra. Era la primera vez en toda la noche que estaba realmente sola. Una de sus manos sobre sus rodillas recogidas sintió una suave caricia, casi imperceptible. Posó su otra mano y reconoció al tacto lo que era. El último pétalo de su flor había caído. En otra ocasión aquello le habría desgarrado el alma, pero esta no era otra ocasión. Sonrió. No estaba sola. Aunque sus amigos no estuvieran allí con ella físicamente, estaban en su mente, en sus recuerdos.

Sin levantarse, se retiró la mochila, extendió sus piernas y la posó sobre ellas. Con su problema de visión, debía fiarse por completo en su tacto, pero debía hacerlo con cuidado. Bastaba un descuido al sacar las cosas para que estas cayeran y se perdieran entre las sombras. Al sentir el tubo en sus dedos, se sintió aliviada. Golpeó la barra en el suelo y esta emitió su característico brillo fosforescente, pero no era tan potente como antes, su uso constante durante la noche había debilitado su fulgor. La poca luz que soltaba debía ser suficiente para atravesar el abismo.

La oscuridad es una antesala a la luz, y la luz siempre trae revelaciones.

Hubo otro objeto que sacó de su mochila. Dejó ambos objetos en el suelo y lanzó la mochila a sus espaldas. Ajustó las correas con más fuerza que antes, tomó los objetos y avanzó con más seguridad. Tenía la barra de luz en una mano y el pedazo de espejo roto en la otra.

No supo en qué momento inició, pero, para cuando reparó en el hecho, la neblina había cubierto sus pies totalmente, y subía lentamente, sin apuro.

Entre sus andanzas chocó contra un muro invisible. Cambió de dirección y al poco tiempo volvió a chocar. Pateó el muro. Ante la vista, la luz seguía frente a ella, pero al contacto, no había más camino qué seguir. Reflexionó por unos minutos en lo que cambiaba de rumbo varias veces. Paró. Sabía dónde estaba.

Un laberinto de sombras acompañado de fantasmas en la niebla.

¿Cómo saldría de allí?

Había escuchado que si se seguía la pared derecha de un laberinto, eventualmente una persona encontraría la salida, pero si lo que Morfeo había dicho sobre el amanecer era cierto, no tenía tiempo para probar esa teoría. Habrían pasado horas antes de que la pared derecha la llevase a la salida y no tenía horas, de hecho ni siquiera sabía cuánto tiempo tenía. Cambió de ruta tantas veces que perdió la cuenta de cuántas veces giró a la derecha y a la izquierda, pero debía confiar en que el destino la encontraría. Ella estaba dando su parte, era momento del destino de hacer lo mismo.

Sus pies se estaban cansando nuevamente, se arrastraban en momentos y en otros avanzaban menos de lo que debían avanzar. Y entonces tropezó. No cayó, recuperó el equilibrio mucho antes, sin embargo, sus reflejos cerraron con fuerza sus manos y al hacerlo el espejo cortó su palma. El dolor abrió la mano al instante, pero el cristal no se rompió. Usó la barra para revisar la herida, un corte no muy profundo, aunque la sangre ya había brotado. Estiró la manga de su sudadera y la presionó sobre el corte, cerró la mano en un puño sin soltar la manga gris. Cuando levantó el cristal ensangrentado se llevó una sorpresa al otra que no había reflejo alguno en él. ¿Dónde estaba la otra Jorely? No le dio vueltas a la pregunta, pero tampoco podía dejar el espejo –su espejo– en ese lugar. Lo levantó y, para evitar futuros accidentes, lo guardó con delicadeza en el bolsillo de su sudadera.

Siguió su camino, aunque no supiera cuál era.

Tuvo tiempo en el laberinto para pensar en muchas cosas. Su vida en el otro mundo era un desastre, pero hasta las catástrofes más grandes se podían solucionar. Hasta las heridas más profundas se podían curar. Había cicatrices, pero nadie sale ileso de la vida. Era su decisión dejar que sus cicatrices la definieran o ser ella quien las defina a ellas. Jorely podía ser quien contase su historia y lo haría, no solo para fastidiar al cajero de la librería que pensaba lo contrario, sino porque no iba a dejar que otros tuvieran poder sobre su vida.

Su vida era suya y era momento de tomar las riendas de ella, tomar la pluma y escribir su futuro.

Su pasado era una tragedia, pero ahora tenía dos opciones; podía hacer con sus recuerdos lo mismo que los últimos años o podía convertirlos en los cimientos de su propio castillo a las estrellas.

Mientras reflexionaba, sintió algo acechando cerca, cada vez más cerca. No podía mentirse diciendo que los monstruos no existían pues había visto demonios rondar ese mundo, así que deseo que, si era un monstruo lo que atisbaba entre las sombras, que no fuera la Mara. Siguió caminando, con el corazón latiendo con fuerza pero manteniendo la calma, esperando que el ser se acercara lo suficiente como para confrontarlo cara a cara, tenía el espejo después de todo, y cuando escuchó sus pasos a unos metros de ella, se dio media vuelta. La luz moribunda de la barra revelo al ser. No era la Mara, mucho menos un monstruos.

Era ella.

La otra Jorely se sobresaltó con la reacción abrupta de la original. Cuando la segunda reconoció a la primera, dejó escapar un suspiro de alivio y su corazón se tranquilizó. Jorely le ofreció una sonrisa a su tímido y asustado reflejo, dio un paso hacia ella y la otra chica hizo lo mismo. Tenía miedo, pero cuando la original estiró su mano, la abrazó con fuerza. Así se sentía el cariño auténtico.

—Creo que ambas tenemos algo que hablar.

Las dos Jorelies rondaron su laberinto personal entre risas y llantos, todo con el apoyo de la otra. No se preocuparon por el camino que tomaban, ni cuantas veces chocaban contra las paredes invisibles, ni la niebla bajo sus caderas, había felicidad en ambas, felicidad que merecían desde hace mucho tiempo.

Aquella estrella que parecía tan lejana e inalcanzable había crecido, la luz opacaba con creces la apagada luminiscencia de la barra. Las adolescentes se pararon frente a la puerta brillante, se miraron mutuamente y atravesaron su luz como estaban destinadas a hacerlo.

Juntas.

Cuando la noche termineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora