Capítulo 18. El poder de la palabra

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Una tarde a principios de noviembre, en un lugar de una ciudad...

¿Cómo salir de esta situación? ¿Qué palabras hay que usar para renunciar a un sueño? ¿Cómo explicar que todavía no me conoces lo suficiente...? Son algunas de las muchas preguntas que tiene Daniel. Sí, ese niño que quería algún día ser tan profesional como un guardameta de primera división. Pero ahora, ese sueño se ha convertido en una pesadilla. Un infierno para él. Porque ya no disfruta cuando juega, ahora sufre. Antes era perfecto para desconectar de las horas de colegio y reír junto a sus amigos, ahora... ahora prefiere no levantarse de ese pupitre, prefiere no separarse de ese libro en el que por poca curiosidad que tenga encuentra la paz que no tiene en casa. Ahora, mantener una conversación con su padre solo puede ser de fútbol, de consejos y un tono de voz que no es habitual en algo que podría ser completamente amistoso.

No hace sol. El césped que observa Daniel está poco poblado y en él hay varias hojas humedecidas pisadas de hace ya varios días. ¿Toca partido? No. Pero su padre ha decidido llevárselo a entrenar ya que los resultados desde que empezó la temporada no acompañan, y Daniel continúa encajando goles en cada partido. Tiene que entrenar más y también estudiar, pero eso puede hacerse por la noche, quizás después de cenar. Su rendimiento escolar también ha bajado este curso, posiblemente a consecuencia de tantos entrenamientos familiares, algo a lo que su padre le resta importancia.

Daniel se sitúa entre dos árboles, su padre realizará disparos a cierta distancia mientras que Daniel intentará atajar el balón. Y así empieza su entrenamiento particular. Disparos rasos, otros altos y alguno que se desvía fuera. La gran mayoría los ataja Daniel. Pero a medida que siguen los disparos, el esférico llega cada vez con más potencia. Algunos entran entre los dos árboles, otros los para, pero el cuero termina dañando las manos del niño. «Joder, qué picor en las manos, y eso que llevo guantes...», piensa Daniel.

—¡Vamos hijo! ¡Ese balón era fácil! ¿Cómo permites que entre eso? —Grita desde lejos sin recibir respuesta alguna.

Hace frío y no hace tiempo de estar jugando en el parque. Pero para su padre esto no es un juego. Él quiere que su hijo mejore, que marque la diferencia en el equipo, y si de verdad se cumpliera ese sueño, ¿cuánto ganarían? A día de hoy el fútbol da mucho dinero. Daniel quiere abortar el entrenamiento, pero ni siquiera se atreve a dirigirse a su padre. Mantiene silencio, pero se encuentra cada vez más incómodo. Cada día le cansa más este deporte. Él solo quería compartir tiempo con sus amigos, divertirse, pero de todo ello está ahora cada vez más y más lejos. Otro lanzamiento desde muy lejos con bastante potencia. La ha parado de nuevo, pero hubiese preferido no tocarla. Otra vez ese amargo picor en sus manos. Cada vez está más serio. Su padre observa que no está del todo cómodo. Quizás por esa seria mirada, porque lleva el chándal lleno de barro o también es posible que sea por el frío. Pero él ya le avisó que para llegar lejos hay que hacer cada día un sacrificio. Las grandes estrellas no llegan tan lejos si no fuera por todo el tiempo que le dedican. Tras volver a parar otro balón, Daniel se acerca a su padre.

—Papá... ¿podemos parar ya?

—¿Ya? Solamente llevamos treinta minutos.

—Se está haciendo de noche, y todavía tengo deberes.

—Te dije que no quería que mencionaras los deberes como excusa. Después de cenar tienes tiempo de sobra para hacerlos.

Daniel no se atreve a decir la verdad. Se ve incapaz de sincerarse y decirle que toda la ilusión que tenía hace más de un mes se ha esfumado. Tiene miedo de decepcionarle. Sabe que su padre ha puesto mucho interés en que mejore... pero ahora, se puede enfadar mucho si se rinde. Y así pasa la tarde atajando disparos. Su padre no termina del todo satisfecho pues sabe que siempre hay que seguir mejorando. Pero Daniel... no solamente hace a disgusto lo que supuestamente era hasta hace poco su hobby, sino que tampoco se encuentra a gusto consigo mismo. Y es así porque en cada partido se siente más inseguro, más frágil y más vulnerable. Y porque envidia a cualquier compañero de su clase. No solamente porque no tiene la presión de hacer un buen partido cada fin de semana, también porque sus amigos encuentran el tiempo suficiente para jugar, estar en la calle o simplemente compartir su tiempo con la persona que quieren.

"Yo también" no es decir te quieroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora