La noche era tan fría como la cena que yacía en el centro de la mesa del comedor y que a ninguno de los invitados apetecía consumir, el baile y la degustación de alcohol resultaban más interesantes para los adultos y los adolescentes, los niños se distraían en una espaciosa sala de juegos. La casa del tío Juan era inmensa, había sido la más grande herencia que le había dejado su padre y que ahora prometía al mayor de sus hijos, su favorito.
El patio central, de forma circular y rodeado por muros de cristal, era la pista de baile, largos corredores cruzaban la propiedad desde el jardín hacia los salones y habitaciones. Áreas verdes se coloreaban entre los corredores, perros de raza grande habitaban en ellas. Al final de uno de estos pasillos se encontraba la sala de juegos y la habitación de Adán.
Pasadas las celebraciones de Navidad y Año Nuevo, los hermanos de Juan debían viajar de regreso a casa, sólo su hermano menor, Adán, de quien su hijo favorito tenía el nombre, permaneció una noche más, el aeropuerto del que él y su familia volarían la mañana siguiente se encontraba próximo al lugar. Las vacaciones de invierno habían terminado.
Sonaba la media noche y la familia se encontraba repartida en las habitaciones, algunos en cama y dispuestos a iniciar las horas de sueño. Sólo el pequeño Aristeo, uno de los hijos de Adán, rondaba en los pasillos oscuros e investigaba en las habitaciones vacías de aquella mansión. No podía conciliar el sueño, tenía miedo a volar. Alister, su hermano gemelo, le seguía en silencio.
Tras visitar las habitaciones que conocía desocupadas, Aristeo se dispuso a jugar con un castillo de Legos que encontró en la sala de entretenimiento. Tras emparejar la puerta y encender una lámpara de piso, escuchó un suave sonido al fondo de la habitación, Aristeo se acercó para verificar quién se encontraba en el lugar, Adán, su primo, dormitaba en un sofá cama en el rincón opuesto del cuarto. Aristeo decidió utilizar una lámpara pequeña más cercana al castillo.