Capítulo 1: Muerte

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Allí el mundo parecía tranquilo, tendida sobre su hamaca observando la luz tenue filtrarse por los agujeros del tamaño de un clavo en su techo de lata iluminando el polvo dentro de su maltrecha morada, mientras el romper de las olas y la brisa eran lo único que la mantenía en la realidad. No recordaba cuánto tiempo llevaba en esa posición, pero se había vuelto lo más elemental de sus días monótonos y sus noches en vela, huyendo del pasado que la encorvaba y de las pesadillas que la atormentaban.

Los últimos años la habían cambiado, ya no era la mujer que mostraban los portarretratos en las paredes oxidadas, con su traje inmaculado y con cada vez más medallas y honores en su pecho. La grandeza se había esfumado, el poder era solo un rumor, todo lo que quería era reposar en soledad y dejar que el tiempo hiciera su trabajo.

Llevaba un buen rato ignorando los golpes ligeros pero repetitivos en la desencajada puerta de su rancho.

No tuvo más opción que levantarse de su lugar seguro, mientras su cuerpo tosco y tullido le reprendía con cada mínimo movimiento, como alfileres clavándose en cada centímetro de sus piernas.

El dolor no le preocupaba, todo lo malo estaba arriba en su mente y no se podía curar tan fácil.

Abrió la puerta lo suficiente para que su rostro emergiese a la luz del día, topándose con una viejita que la observaba con ilusión y luego con alarmante preocupación al detallar su facciones sucias y descuidadas. De vez en cuando aparecía frente a su puerta ofreciéndole comida; hoy le traía una cesta pequeña con algunos panes.

Ella no necesitaba comida, tenía lo suficiente dentro, aunque la mesa y la alacena se vieran vacías.

―No..., Gracias. ―Intentó cerrar la puerta, pero las manos arrugadas de la anciana se lo impidieron.

—De solo pescado no se vive, hija —dijo la señora y Leryda supuso que la había visto comprándole pescado al viejo pescador que vivía junto a su rancho.

O tal vez era la bolsa llena de huesos que dejaba afuera, donde una docena de gatos iban a buscar algo que comer.

Con eso le bastaba, no era de su interés cambiar su rutina por monótona que fuese. Le habían interrumpido, debía volver a su hamaca para continuar con su pasatiempo.

No se excusó, no dijo nada para acabar con la conversación, solamente cerró la puerta cuando la anciana se cansó de intentar convencerla.

Tampoco quería arriesgarse a que la reconocieran, si es que de verdad alguien se acordaba de ella.

Cuando llegó al rancho de su difunto tío pasó semanas sin salir ni siquiera al frente. El problema llegó cuando las provisiones que trajo se acabaron y tuvo que buscar comida para saciar su ocasional apetito. Tuvo suerte con el viejo pescador, pues vivía en el pueblo desde no más de 5 años. Ella se había marchado hace casi el doble de tiempo. No era un asunto menor, los pueblos pequeños rebosaban de gente chismosa.

Sin embargo, ya habían pasado 6 meses y nadie la había llamado por su nombre.

Era una buena señal, estaba siendo olvidada, lo que ella quería.

La anciana siguió insistiendo frente a su puerta mientras ella se acomodaba sobre su hamaca, lista para huir de nuevo a sus recuerdos, a esos momentos que se sentían como una leve caricia en sus mejillas.

Miró hacía un lado y vio los portarretratos con sus fotos cuando aún vestía el traje blanco y granate del ejército. El día que llegó llenó todos los bolsillos del uniforme con piedras y lo arrojó al mar, prometiéndose que haría lo mismo con todas esas imágenes que colgaban de las paredes, pero siempre terminaba ignorándolas y dejándolas en su sitio.

Olvidada: La Nación Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora