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Un resplandor cegador llenaba la habitación, como si estuviera directamente expuesta a la luz del sol. No había relojes en las paredes, ni ventanas que permitieran ver el exterior. No había nada que pudiese indicarme qué hora era.

Me dolían las muñecas tras haber hecho tanto esfuerzo por liberarme, pero había terminado siendo en vano. Esas cuerdas estaban demasiado bien atadas. Cada intento de moverme solo aumentaba la tensión en mi piel, así que al final decidí detenerme y apoyar la cabeza en la pared.

Era la primera vez que me habían atado con cuerdas, pues siempre me habían encerrado en esa habitación y, aunque fuese claustrofóbica, por lo menos se me dejaba moverme libremente por ella. Hasta ahora. Estaba convencida de que, después de lo que hice, los había enfadado.

El frío se calaba por mis huesos. Aproximé mis rodillas al pecho en busca de calor, pero seguía notando el frío y duro suelo. Mis pies estaban descalzos, y mis piernas descubiertas. Los párpados luchaban por cerrarse y los músculos no respondían a mi pequeño cuerpo, pero era el miedo lo que hacía que me mantuviese despierta.

De pronto, la puerta de la habitación se abrió con un chirriante crujido metálico. Dos hombres vestidos de blanco entraron. Mi mirada se llenó de terror y mi cuerpo empezó a temblar de miedo mientras luchaba por liberarme de las ataduras, pero era inútil.

Uno de ellos se acercó dando grandes zancadas y me golpeó en la cara con fuerza. El dolor cortante y el sabor metálico de la sangre llenaron mi boca mientras mi cabeza se sacudía con el impacto.

—No te pases —dijo el otro hombre—. Es solo una niña.

Pero lo ignoró completamente y, con esa mirada despiadada, me preguntó sin rodeos:

—¿Cómo lo hiciste?

—N-no lo sé —tartamudeé.

—¡No mientas!

—¡Es la verdad! ¡Lo juro!

Mis ojos se llenaron de rabia e impotencia al darme cuenta de que seguían sin creerme. Ya no sabía cómo demostrarlo.

Sin previo aviso, me agarró por el brazo, alzándome del suelo con esa facilidad con la que solían hacerlo.

—¡No! ¡Otra vez no! —grité, mi voz resonando por toda la silenciosa habitación.

Clavé mis pies en el suelo con determinación para evitar cruzar la puerta y llegar a ese lugar.

—¡No, por favor! ¡No, no!


—¡No!

Me incorporé abruptamente con la respiración agitada. Notaba mi garganta seca, y tenía las mejillas húmedas por las lágrimas que se me habían escapado.

Apreté las sienes de mi cabeza con los dedos al notar una punzada de dolor. Mi corazón seguía latiendo con fuerza, como si aún estuviera atrapada en la pesadilla que acababa de vivir. Aunque ya me había despertado, la sensación de peligro persistía, como si en cualquier momento vinieran esos hombres a por mí.

Traté de tranquilizarme, recordando que estaba en un lugar seguro. Sin embargo, cuando miré a mi alrededor, no tardé en recordar que estaba en un maldito manicomio, y entonces la pesadilla se hizo realidad.

Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, me sobresalté al ver a Lily parada, de pie, justo a los pies de mi cama.

Me miraba con los ojos muy abiertos. Seguramente debía haberla despertado. No pude evitar sentirme culpable.

En la línea de fuego ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora